lunes, 30 de abril de 2018

UN CONCIERTO


Quitaron la música, oí aplausos y silbidos, y cuando subí ya estaba Rai en el escenario con la guitarra. Había tenido el detalle de no ponerse gafas de bucear, o un sombrero de copa, o los pantalones del abuelo. Eso sí, llevaba el pendiente y el pañuelo al cuello, pero eso ya casi formaba parte de él. Empezó a cantar y todo se animó, aunque algunos no le prestaban atención y seguían hablando o mandando y recibiendo mensajes y fotos. Varias canciones eran suyas, y otras eran versiones, en inglés, sobre todo. A los pocos minutos, muchas escuchaban ya en una especie de trance. Al cabo de un rato salimos de nuevo a la calle, pero esta vez yo no tomé nada. Una chica vomitaba a los pies de un árbol, acompañada por una amiga que le ponía la mano en la espalda, solidaria. Un imbécil la estaba grabando sin que ellas se dieran cuenta. La acera estaba hecha un asco, llena de botellas, papeles, bolsas de plástico y latas. Mi cabeza estaba puesta en Irene, y todo lo demás me resultaba indiferente (...)

Cuando entramos, Irene bailaba con uno del curso superior, y no se limitaba a bailar, coqueteaba.

Teresa estaba en primera fila, junto a Helena y Maribel, otra de sus mejores amigas. Daba palmas con las manos en alto y se contoneaba con la cabeza ladeada sin quitar los ojos de Rai. Seguí a Ramón, que abría brecha a empujones y codazos, y conseguimos alcanzar la segunda fila y ponernos detrás de ellas, para presenciar de cerca el concierto. Bueno, la intención de Ramón era otra, como comprobé enseguida. Le puso la mano en el culo a Teresa, que se volvió, furiosa, apartándola de un manotazo. Al ver quién había sido, le dedicó una mueca asesina. Ramón se la quedó mirando, y sacó y metió la lengua un par de veces, relamiéndose los labios.

—Tarado. Como vuelvas a ponerme la mano encima te doy una hostia.

Mi hermana le sacó el dedo corazón y se dio la vuelta.

—Vámonos —le dije, tirando de su brazo, indignado—. Eres asqueroso.

Nos fuimos a otro sitio, y busqué otras compañías. El tiempo volaba. Todos los relojes del mundo mantenían su velocidad mecánica o electrónica de forma constante, pero todos los cerebros y corazones lo medían individualmente, y dentro de mí el tiempo volaba. Y de pronto se ralentizó. Rai se había inclinado para escuchar algo que le decía mi hermana, y después le tendió la mano y la aupó al escenario. Se pusieron a cantar a dúo una canción que le gustaba mucho a mi hermana, Stumblin in, Tropezando, una movida canción de amor que se prestaba al baile, y vaya si bailó Pesadilla, mientras cantaba y sonreía a Rai feliz de la vida, Our love is alive and so we begin / foolishly laying our hearts on the table / stumblin in, los dos mirándose, diciéndose esas cosas el uno al otro en público, y coreaban el estribillo juntos y luego se cedían el micrófono y cada uno cantaba su parte, él la de Chris Norman, ella la de Suzi Quatro, y luego otra vez se unían, supongo que el amor es eso, tropezar y albergar en el corazón una mezcla de miedo y felicidad, y que la vida es lo mismo, y a veces tropiezas y te rompes la nariz contra un cristal y lo pones todo perdido de sangre y te queda una cicatriz para el resto de tus días, una cicatriz que se va haciendo menos visible con el tiempo, pero que siempre está allí, imborrable aunque más disimulada; y otras veces tropiezas y caes en los brazos del otro, que te sujeta y te besa y te susurra algo hermoso al oído, y después de un tiempo variable, un paréntesis que puede durar entre una noche y muchos años, el otro te suelta y te caes, o eres tú quien suelta al otro, y ves cómo se cae y se lastima; y era fácil ver que se trataba de un momento de esplendor, de belleza, de exaltación y de juventud, supongo que componían una pareja perfecta, y que resultaba evidente que iban a ser novios o algo así, pero yo lo pasé francamente mal, pues al tratarse de mi hermana no lo juzgaba con objetividad, y consideraba que estaba haciendo un ridículo espantoso, aunque me diera cuenta de que bailaba muy bien y no cantaba demasiado mal. Se miraban, se sonreían, aproximaban sus caras, Rai pasó su mano por su cintura y comenzaron a bailar agarrados, torpemente pero con gracia a la vez, y en ese momento descubrí que lo habían ensayado, que habían quedado varias veces para preparar el número, probablemente en el auditorio del instituto. Cada vez que oigo esa canción les veo, y siento un nudo en la garganta, yo no sé si lo hermoso duele porque sabemos que lo vamos a perder, solo sé que el dolor y la belleza están íntimamente ligados.

—¡Que se besen! —gritó Ramón—. ¡Cómetela, que lo está deseando!

Bueno, imagino que en cierto modo eso equivalía a algo así como aceptar la derrota con deportividad. Por fin terminó el numerito y pude volver a respirar, salí del agujero y el tiempo recuperó su ritmo normal, y entonces reparé en que había una señora mayor entre el público. Me pregunté qué hacía allí, pues estaba prohibido que en el horario de tarde entraran adultos. Después me enteré de que había ido a buscar a su hija, que había salido sin permiso, y en lugar de recogerla, echarle una buena bronca y llevársela, se había quedado a escuchar un par de canciones, atrapada. Bueno, cuando digo señora mayor me refiero a que rondaría los cuarenta y cinco. Ahora no me lo parecería tanto, pero entonces la consideré poco menos que una momia. Al irse, precedida por su enfadada cría, pasó a mi lado y comprobé que era bastante guapa. Digamos que me pareció la momia de Nefertiti.

Rai cantaba la última. Tampoco podía llegar mucho más tarde a casa, así que fui a buscar a mis amigos. Ramón estaba entrando a dos chicas, cuyo lenguaje corporal proclamaba a los cuatro vientos que no tenía nada que hacer. Entonces vi a Hugo. Estaba besando a una chica cuya cara no podía distinguir bien. Me aproximé para ver si la conocía. Primero me fijé en que sus uñas estaban pintadas de azul, y luego vi mejor su perfil. Irene (...)

Había que abandonar el local, pues pronto empezaría el horario de los mayores. Mientras salía, se me quedó una imagen grabada: cuatro chicas en fila ante el escenario vacío. Luego me contaron que esperaban turno para besarse con Rai. Por lo visto, se lo habían pedido varias, y él les había dicho que se pusieran en la cola. Ni que decir tiene que no las complació, había sido una forma de mostrarse desagradable para deshacerse de ellas, y ahí estaban, por increíble que me pareciera, aguardando a que Rai las besara, una tras otra. Menos mal que entre ellas no se hallaba mi hermana, habría sido la guinda para una noche inolvidable. La imagen altamente patética de las chicas en fila contribuyó a desanimarme todavía más. Busqué el mensaje de Irene y comprobé que era tal y como Ramón había dicho. Había salido decidida a comerse a uno. El problema era que ese uno no era yo.

Tardamos un rato en salir, por la aglomeración que se había formado. La discoteca estaba mucho más llena de lo permitido, pero nos daba igual. A los trece años las desgracias y la muerte son esos accidentes que les suceden a otros. Yo iba pensando en lo de los dos puntos que había dicho Ramón. Al empezar el curso habíamos hecho una especie de campeonato, que terminaría en junio. Consistía en ver quién de los tres conseguía más puntos. Un beso era uno, un beso con lengua, dos, tocar los pechos, tres, tocar el sexo, cuatro, y así. Yo llevaba cero puntos, y aquello, una idea de Ramón que yo no había rechazado por no darle importancia, se había convertido en un motivo más para pasarlo mal, pues Ramón llevaba ya ocho puntos (había que fiarse de lo que cada uno decía), y Hugo, con los dos de esa noche, cuatro. Me sentía humillado, como el tonto de la clase con su examen corrigiéndose en la pizarra. Imaginé el rostro de Irene y tuve ganas de gritar. Habría querido elevarme por encima de todos y desaparecer. Liberarme del mundo, ser un globo y soltar amarras (...)

Regresé a casa caminando solo. Recordé el consejo de Rai: «Nunca sientas lástima por ti mismo. La vida no trata de no caer, sino de cómo levantarse». Me crucé con una anciana que llevaba un chihuahua de la correa. El perrito se detuvo junto a un árbol y levantó una pata. Estaba enfundado en una especie de minúscula sudadera negra en la que destacaba en blanco el nombre de la marca: Nike. Una ira desproporcionada me invadió. Logré contener el impulso de pegarle un puntapié y proyectarle al espacio como si se tratara de la mismísima Laika. Continué mi camino, alejándome cada vez más de aquella imagen grotesca. El mundo entero era grotesco. Me alegré de no haber llorado delante de nadie. Ahora me lo podía permitir, pero nada. No me brotaban las lágrimas. Lo intenté, diciéndome que seguramente me haría bien, que me aliviaría, y nada. Solo tenía rabia dentro de mí. Pegué una patada a una papelera, tan violenta que se soltó y cayó al suelo. Parte de su contenido se desparramó. Me hice daño en el pie, y únicamente conseguí acrecentar mi frustración.

Me pareció feo lo que dejaba atrás, y me pareció mal. Me pareció que era un retrato de mi alma, y recordé la letra de la canción de Genesis, «You say I must be crazy, ‘cos I don’t care who I hit, who I hit».

Dices que debo de estar loco, porque no me importa a quién golpeo, a quién golpeo

Martín Casariego, El Juego SigueSin Mí

PREMIO DE NOVELA CAFE GIJÓN 2014

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