jueves, 1 de marzo de 2018

SI EL VULGO PIDE…


— Decid, ¿es cierto que escribís día y noche?
—Es cierto.
—¿Por qué?
Era imposible explicarle en pocas palabras al rey del mayor imperio de la tierra la razón que lo mantenía con vida, cómo contarle que al rellenar los pliegos en blanco el mundo se desvanecía y el tiempo desaparecía, que el hambre y la sed, y el deseo carnal, todo se apagaba y solo quedaba la ansiedad por terminar la escena, el acto, el capítulo, el libro, y luego empezar otro y acabarlo, y así seguir fuera de los males y de las tristezas del mundo. La bebida lo había embotado y se sentía débil y soñoliento, pero hizo un esfuerzo por continuar de pie y por responder con dignidad.
Pero antes de que contestara, el marqués metió cizaña.
—Lope, algunos dicen que vuestros versos son vulgares. Que otros escriben mejor, ¿qué decís a eso?
El escritor lo miró con furia penetrante.
—Señor, dicen que soy ruidoso porque en mis obras meto más actores que nadie, que mis versos son obscenos porque si puedo pongo actrices y no imberbes con faldas e imposturas; que son versos vulgares porque hay alguaciles, carniceros y lavanderas en vez de reyes, semidioses y romanos. Dicen que destrozo la palabra escrita. Señor, ¿y de qué quieren que escriba? Aquellos que me critican hablan y hablan de los tiempos clásicos, de los Zeus y Afrodita y de los Júpiter y Hércules con sus trabajos, de los argonautas, personajes tan encumbrados y tan elevados que aburren a las ovejas. El pueblo no quiere eso, ¿no tienen monedas acaso? ¿No tienen boca para pedir? Y piden, y eso que piden es lo que yo doy. Están muy equivocados quienes siguen a los cultos cultísimos, a quienes ríen con falsedad y aplauden como marionetas sin entender ni pizca lo que oyen o leen. La plebe no quiere griegos antiguos, sino tocar carne a pie de calle, no quiere latines sino nuestro vigoroso castellano. Quiere entretenerse y no divagar sobre el sexo de los ángeles, que Constantinopla solo hubo una y ya la conquistaron los turcos. —Sin darse cuenta, las palabras comedidas estaban dando paso a una encendida diatriba—. ¡Mis versos son vulgares porque son los versos que el vulgo entiende! ¡Que lea Góngora en Lavapiés sus líneas torcidas! ¡Le apalearán a pepinazos agrios! ¡Preguntad en las corralas, contad los bancos llenos que había, los balcones abarrotados tras las celosías! O id al Prado, o al alcázar de la corte, y ved qué cuchichean, qué leen, príncipes y camareros, cocineros y chambelanes. Decidme qué leéis vos, ¿a Góngora? —Un gesto de maldad le iluminó el rostro—. ¿O es a Cervantes, cuyas obras de teatro son aplaudidas con sardinas apestosas y cogollos agusanados? Pero ahora ya no hay teatro. Preguntad al pueblo qué desea; yo se lo daré.
El noble perdió su expresión satisfecha y complaciente; el rey mostró un esbozo de sonrisa vengativa.
—Os hemos escuchado. Ahora, idos.


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