miércoles, 7 de marzo de 2018

RUIDO


En la primavera de 1928, George Gershwin, el creador de Rhapsody in Blue, realizó una gira por Europa y conoció a los compositores más destacados del momento. En Viena recaló en casa de Alban Berg, cuya ópera Wozzeck —empapada en sangre, disonante y abrumadoramente sombría— se había estrenado tres años antes en Berlín. Para recibir a su visitante estadounidense, Berg se ocupó de que un cuarteto de cuerda interpretara su Lyrische Suite (Suite lírica), en la que el lirismo vienés se refinaba hasta convertirse en algo parecido a un peligroso narcótico.

Gershwin se sentó luego al piano a tocar algunas de sus canciones. Vaciló. La obra de Berg lo había dejado sobrecogido. ¿Eran sus propias obras dignas de este marco lúgubre y opulento? Berg lo miró con severidad y dijo: «Sr. Gershwin, la música es la música.»

Como si fuera tan sencillo. A la larga, toda música actúa sobre sus oyentes por medio de la misma física sonora, agitando el aire y despertando extrañas sensaciones. En el siglo XX, sin embargo, la vida musical se desintegró en una masa ingente de culturas y subculturas, cada una de ellas con su canon y su jerga propios. Algunos géneros han alcanzado más popularidad que otros; ninguno de ellos atrae realmente a las masas. Lo que gusta a un público, a otro le provoca dolores de cabeza. Las músicas hip-hop entusiasman a los adolescentes y espantan a sus padres. Canciones populares y ya clásicas que rompen los corazones de una generación anterior se convierten en algo kitsch e insípido a oídos de sus nietos. Wozzeck de Berg es, para algunos, una de las óperas más irresistibles jamás escritas; así lo pensaba Gershwin, y la emuló en Porgy and Bess, especialmente en los acordes brumosos que flotan a lo largo de «Summertime». Para otros, Wozzeck es un dechado de fealdad. Las discusiones se tornan fácilmente cada vez más acaloradas; podemos ser intolerantes, incluso violentos, en nuestras reacciones ante los gustos de otros.

Pero la belleza puede atraparnos en lugares inesperados. «Dondequiera que estemos —escribe John Cage en su libro Silence (Silencio)—, lo que oímos es fundamentalmente ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, nos resulta fascinante.»

La composición clásica en el siglo XX, el tema de este libro, a muchos les suena a ruido. Es un arte en gran medida agreste, un movimiento alternativo no asimilado. Mientras que las abstracciones llenas de salpicaduras de pintura de Jackson Pollock se venden en el mercado del arte por cien millones de dólares o más, y mientras que las obras experimentales de Matthew Barney o David Lynch se analizan en las residencias universitarias de una punta a otra de Estados Unidos, el equivalente en música sigue provocando oleadas de desasosiego entre los asistentes a conciertos y tiene un impacto apenas perceptible en el mundo exterior. La música clásica se ha estereotipado como un arte de los muertos, un repertorio que empieza con Bach y termina con Mahler y Puccini. Algunas personas se muestran a veces sorprendidas al enterarse de que los compositores siguen componiendo.

Sin embargo, estos sonidos no pueden tildarse precisamente de extraños. En el jazz surgen inesperadamente acordes atonales; en las bandas sonoras de Hollywood aparecen sonidos vanguardistas; el minimalismo ha dejado su impronta en el rock, el pop y la música dance desde The Velvet Underground en adelante. A veces la música se asemeja al ruido porque es deliberadamente ruido, o algo que se le aproxima. A veces, como sucede en Wozzeck de Berg, mezcla lo familiar y lo extraño, la consonancia y la disonancia. A veces es tan excepcionalmente hermosa que hay quienes, al oírla, empiezan a respirar entrecortadamente, maravillados. El Quatuor pour la fin du temps (Cuarteto para el fin del tiempo) de Olivier Messiaen, con sus líneas grandiosamente cantables y sus acordes suavemente resonantes, logra que el tiempo se detenga cada vez que se interpreta.

Como los compositores han estado en contacto con todos y cada uno de los aspectos de la existencia moderna, su obra puede representarse únicamente sobre un lienzo lo más amplio posible. El ruido eterno se ocupa no sólo de los artistas propiamente dichos, sino también de los políticos, los dictadores, los patronos millonarios y los presidentes de empresas que intentaron controlar qué música se escribía; de los intelectuales que intentaron ser árbitros del estilo; de los escritores, pintores, bailarines y cineastas que brindaron compañerismo en caminos de exploración solitarios; de los públicos que vilipendiaron, ignoraron o se deleitaron con lo que estaban haciendo los compositores; de las tecnologías que cambiaron cómo se hacía y escuchaba la música; y de las revoluciones, las guerras calientes y frías, las oleadas migratorias y las transformaciones sociales más profundas que remodelaron el paisaje en que trabajaron los compositores.

Qué tiene que ver realmente la marcha de la historia con la música constituye el tema de un intenso debate. En el mundo clásico ha estado de moda desde hace mucho tiempo mantener a la música cercada respecto de la sociedad, declararla un lenguaje autosuficiente. En el hiperpolítico siglo XX, esa barrera se derrumba una y otra vez: Béla Bartók escribe cuartetos de cuerda inspirados por las grabaciones de campo de canciones folclóricas transilvanas, Shostakovich trabaja en su Sinfonía Leningrado mientras los cañones alemanes están disparando sobre la ciudad, John Adams crea una ópera que tiene como protagonistas a Richard Nixon y Mao Zedong. Sin embargo, articular la conexión entre la música y el mundo exterior sigue siendo endiabladamente difícil. El significado musical es vago, mutable y, en última instancia, profundamente personal. No obstante, aun cuando la historia no pueda nunca decirnos exactamente qué significa la música, ésta sí que puede decirnos algo sobre la historia. Mi subtítulo ha de entenderse en su sentido literal; esto es el siglo XX oído a través de su música.

Las historias de la música desde 1900 suelen adoptar la forma de un relato teleológico, una narración obsesionada con su objetivo llena de grandes saltos hacia delante y batallas heroicas con una burguesía indiferente a la cultura. Cuando el concepto de progreso asume una importancia exagerada, muchas obras quedan suprimidas del registro histórico con el pretexto de que no tienen nada nuevo que decir. Se han formado dos repertorios bien diferenciados, uno intelectual y uno popular. Aquí se han mezclado: ningún lenguaje se considera intrínsecamente más moderno que otro. He dedicado capítulos independientes a Jean Sibelius y Benjamin Britten, compositores que han sido rechazados con frecuencia como reaccionarios o ignorados por completo en estudios anteriores; mi propósito no es elevar a esos artistas a lo más alto del canon, sino indicar la multiplicidad esencial de la experiencia musical del siglo XX. Los maestros reconocidos de la música moderna, desde Schoenberg y Stravinsky en adelante, son todos objeto de atención destacada, aunque se examina en detalle la retórica que ha venido acompañándolos desde hace décadas. A la larga, su música no hace más que reforzarse cuando se libera de las ideologías del estilo.

La historia se mueve también a uno y otro lado de la frontera a menudo mal definida o imaginaria que separa la música clásica de los géneros colindantes. Duke Ellington, Miles Davis, los Beatles y The Velvet Underground tienen asignados papeles destacados de comparsas, ya que la conversación entre Gershwin y Berg se perpetúa de generación en generación. Berg estaba en lo cierto: la música se despliega a lo largo de un continuum ininterrumpido, por dispares que sean los sonidos a primera vista. La música está siempre desplazándose desde su punto de origen hasta su destino en el momento fugaz de la experiencia de alguien: el concierto de anoche, el paseo solitario de mañana.

El ruido eterno está escrito no sólo para aquellas personas muy versadas en música clásica, sino también —especialmente— para quienes sientan una curiosidad pasajera por ese confuso pandemónium situado en el extrarradio de la cultura. Abordo el tema desde múltiples ángulos: biografía, descripción musical, historia social y cultural, evocaciones de lugares, política en estado puro, relatos de primera mano de los propios participantes. Cada uno de los capítulos se abre camino a través de un período concreto, pero sin ninguna pretensión de ser exhaustivo: ciertas carreras reemplazan a escenas completas, ciertas obras fundamentales reemplazan a carreras completas y, con inmenso pesar, mucha música extraordinaria se ha quedado en el suelo de la sala de montaje.

Alex Ross, El Ruido Eterno: Escuchar al Siglo XX a través de su Música

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