domingo, 4 de marzo de 2018

ANTICUADO


Mi primer contacto con el doctor James Winter se produjo en dramáticas circunstancias, a las dos de la madrugada, en el dormitorio de una vieja residencia campestre. Yo le di un par de pataditas en su blanco chaleco y le quité las gafas de un manotazo, mientras él, con la complicidad de una mujer, ahogaba mis airados gritos en un paño de franela y me zambullía en un baño caliente. Uno de mis progenitores, que allí se hallaba presente, comentó en voz baja que no debían preocuparse por mis pulmones. No recuerdo qué aspecto tenía el doctor Winter por entonces, ya que yo tenía en aquel momento otras cosas en qué pensar, pero la descripción que él hizo de mí dista mucho de ser halagadora. "Una cabeza cubierta de pelusa; un cuerpo parecido a un ganso embutido; patizambo y con las plantas de los pies vueltas hacia dentro" fueron las características más significativas que él puede recordar.
Desde entonces hasta hoy mi vida se divide en épocas, en función de los ataques periódicos que el doctor Winter llevó a cabo sobre mi persona. Él me vacunó; él me abrió un absceso y fue él quien me aplicó emplastos en mis paperas. Yo vivía en un mundo de paz en el que él era la única nube amenazante. Pero, finalmente, me llegó el momento de una auténtica enfermedad, un tiempo en el que me vi obligado a pasar varios meses en mi cama de mimbre. Y fue entonces cuando me di cuenta de que aquel duro rostro podía dulcificarse; que aquellas crujientes botas hechas para andar por el campo podían acercarse con sigilo a mi cama, y que aquella voz ronca podía transformarse en un susurro cuando se dirigía a un niño enfermo.
Y ahora, cuando el niño es un médico, el doctor Winter aún sigue siendo el mismo de siempre. No puedo apreciar en él ningún cambio desde que le recuerdo, salvo, quizá, que su pelo entrecano es hoy algo más blanco y que su anchos hombros están un poco más caídos. Es un hombre muy alto, aunque pierde un par de pulgadas al ir algo inclinado. Sus grandes espaldas se han doblado tantas veces sobre el lecho de los enfermos que han acabado por tomar esa forma. Su rostro es de un color moreno como la nuez y habla de largas caminatas en los inviernos por desolados caminos, con el viento y la lluvia golpeándole la cara. Ésta parece lisa si se ve a cierta distancia, pero a medida que nos acercamos vemos que está surcada por finas e innumerables arrugas, como una manzana de la cosecha anterior. Apenas se aprecian cuando está relajado, pero cuando se ríe su rostro se quiebra como un espejo estrellado y entonces podemos darnos cuenta de que aunque parece viejo, debe serlo aún más de lo que parece.
Nunca llegué a averiguar su edad. Lo intenté a menudo y en el curso de su vida me he remontado hasta Jorge IV e, incluso, hasta la Regencia, pero sin acercarme nunca lo suficiente a su origen. Su mente debió abrirse tempranamente y también cerrarse muy pronto, porque los políticos de hoy carecen de interés para él, mientras que asuntos que son del todo prehistóricos le excitan sobremanera. Mueve la cabeza con energía cuando se refiere a la Primera Ley de la Reforma y expresa grandes dudas sobre su sensatez; e, incluso, he llegado a oírle pronunciar, animado con los efectos de un vaso de vino, frases amargas sobre Robert Peel y su derogación de las Leyes de los Cereales. La muerte de ese estadista parece que hubiera cerrado definitivamente para él la historia de Inglaterra, y el doctor Winter se refiere a todo lo ocurrido después como una serie de decepciones carentes de interés.
Pero sólo cuando me hice médico fui capaz de apreciar en qué medida era por completo un superviviente de la generación anterior. Él había aprendido su Medicina bajo aquel anticuado y ya olvidado sistema en el que un estudiante se incorporaba como aprendiz de un cirujano; unos días en que, a menudo, el estudio de la Anatomía empezaba por violentar una tumba. Sus puntos de vista sobre la propia profesión todavía son más reaccionarios que sus ideas políticas. Cincuenta años apenas le han aportado casi nada y le han quitado aún menos que nada. Aunque la vacunación ya estaba introducida cuando era un joven estudiante, pienso que todavía mantiene una oculta preferencia por la inoculación. Seguiría practicando la sangría con profusión si no fuera por la opinión pública. Considera el cloroformo como una invención peligrosa y suele chasquear la lengua cuando oye hablar de él. Incluso se le ha oído pronunciar expresiones sin fundamento sobre Laënnec y referirse al estetoscopio como “un juguete francés que acaba de echar los dientes”. Lleva uno en su sombrero, pero sólo para no defraudar a sus pacientes y, como es duro de oído, da igual que lo utilice o no.
Lee su semanario médico como una obligación, por lo que posee una cierta idea general de los avances de la ciencia moderna. Sin embargo, sigue pensando que ésta es un enorme y absurdo experimento. La teoría microbiana sobre la etiología de las enfermedades le hizo sonreír durante mucho tiempo, y su chiste favorito en las habitaciones de los enfermos solía ser: “Cierren la puerta o, si no, entrarán los gérmenes”. Con respecto a la teoría de Darwin hizo el que le parecía el chiste más agudo del siglo: “Los niños en la guardería y sus antecesores en la cuadra”, acostumbraba a decir, y podía reír hasta que se le saltaban las lágrimas.
Va con tanto retraso respecto a nuestros días que, como las cosas suelen girar en círculo, a veces le ocurre que, con gran asombro suyo, va por delante de la moda. Así, por ejemplo, sobre el tratamiento dietético, que había estado tan en boga en su juventud, hoy posee muchos más conocimientos prácticos que cualquiera de los médicos que conozco. Del mismo modo, el masaje ya le era familiar cuando era una novedad en nuestra generación. Se había preparado en unos tiempos en que los instrumentos aún eran muy rudimentarios y los hombres aprendían a confiar más en sus propios dedos. Sus manos son un ejemplo de mano de cirujano, con palmas musculosas y dedos afilados, “con un ojo en la punta de cada uno de ellos”. No olvidaré fácilmente cómo el doctor Patterson y yo operamos a Sir John Sirwell, diputado del Distrito, y fuimos incapaces de hallar el cálculo. Fue un momento terrible en el que ambos nos jugábamos la carrera. Y fue entonces cuando el doctor Winter, a quien habíamos invitado por cortesía a asistir a la intervención, introdujo en la incisión un dedo que a nuestros excitados sentidos pareció medir casi nueve pulgadas de largo y extrajo el cálculo enganchado en la punta. “Siempre viene bien llevar uno en el bolsillo del chaleco —nos dijo con una sonrisa— pero supongo que ustedes, los jóvenes, están por encima de todo esto”.
Le nombramos presidente de nuestra sección en la British Medical Association, pero dimitió después de asistir a la primera reunión. Alegó que “los jóvenes me resultan imposibles. No entiendo de lo que hablan”.
Sin embargo, sus pacientes están muy bien atendidos. Él posee el toque de la curación, ese algo magnético que no es posible explicar ni analizar, pero que, no obstante, es un hecho evidente. Su mera presencia da al paciente más vitalidad y optimismo. La visión de la enfermedad le afecta del mismo modo que el polvo a un ama de casa minuciosa. Le enfada e impacienta. —¡Vaya, vaya! ¡Eso no lo puedo aceptar!— exclama siempre que se halla ante un enfermo nuevo. En una habitación podría espantar a la muerte como si se tratara de una gallina que se hubiera metido donde no debía. Pero, cuando la intrusa se niega a ser expulsada, cuando la sangre circula más despacio y los ojos se van apagando, el doctor Winter vale más que todos los medicamentos de su consulta. Los moribundos se aferran a su mano como si su voluminosa presencia y su vigor les dieran más fuerza para enfrentarse al trance; y aquella cara amable y curtida por el viento, ha sido la última impresión terrenal que muchos enfermos se han llevado al más allá.
Cuando el doctor Patterson y yo —ambos jóvenes enérgicos y muy puestos al día— nos establecimos en su distrito, fuimos recibidos con gran cordialidad por el veterano médico, que vio con satisfacción que podía liberarse de algunos de sus pacientes. Sin embargo, éstos seguían sus indicaciones, —algo censurable en los enfermos— de manera que nosotros permanecimos mano sobre mano con nuestros modernos instrumentos y los últimos alcaloides, mientras él seguía recetando sen y calomelanos por toda la comarca. Los dos sentíamos simpatía por él, pero a la vez no podíamos evitar el comentar su deplorable falta de juicio.
—Todo eso está muy bien para las gentes humildes —decía el doctor Patterson— pero, después de todo, las personas más educadas tienen derecho a que el médico sepa la diferencia entre un soplo mitral y un estertor crepitante bronquial. Lo importante no es la simpatía, sino el pensamiento juicioso.
Yo estaba totalmente de acuerdo con lo que decía el doctor Patterson, pero ocurrió que poco después estalló la epidemia de gripe y ambos casi tuvimos que matarnos a trabajar. Una mañana me encontré con Patterson cuando hacía mis visitas y aprecié que estaba algo más pálido y cansado. Precisamente, él hizo de mí la misma observación. De hecho, no me encontraba nada bien y pasé toda la tarde tumbado en mi sofá con una fuerte cefalea y dolores en todas las articulaciones de mi cuerpo. Cuando cayó la noche ya no podía negar que me había alcanzado la epidemia y pensé que necesitaba consultar a un médico sin perder tiempo. Lógicamente me acordé de Patterson pero, no sé por qué, de repente me repugnó tal idea. Pensé en su actitud crítica y fría, en sus anamnesis interminables, en sus pruebas y percusiones. Yo buscaba algo más relajante; algo más amable.
—Señora Hudson —dije a mi ama de llaves—, ¿tendría usted la amabilidad de acercarse a la casa del viejo doctor Winter y decirle que le agradecería mucho si pudiera venir a visitarme?
Volvió enseguida con la respuesta:
—Señor, el doctor Winter vendrá a verle dentro de una hora más o menos. Precisamente ha ido a visitar al doctor Patterson.

Arthur Conan Doyle 

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