miércoles, 7 de febrero de 2018

SOBRE LOS RELATOS DE MISTERIO


En su introducción a una antología de relatos cortos de misterio publicada en 1934, Dorothy L. Sayers escribió: «Al parecer, para la raza anglosajona la muerte constituye una fuente más abundante de inocente diversión que cualquier otro tema.» No se refería, claro está, a los horripilantes, truculentos y en ocasiones desastrosos asesinatos de la vida real, sino a las invenciones misteriosas, elegantemente artificiosas y populares de los autores policiacos. Tal vez «diversión» no sea la palabra justa; «entretenimiento», «distracción» o «emoción» resultan más apropiadas. Y, a juzgar por la afición universal al género de misterio, los anglosajones no son los únicos que muestran entusiasmo por los asesinatos más abyectos. Millones de lectores de todo el mundo se sienten como en casa en el claustrofóbico santuario de Sherlock Holmes en el 221b de Baker Street, la encantadora casita de Miss Marple en Saint Mary Mead y el elegante apartamento de lord Peter Wimsey en Piccadilly.

En el período anterior a la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la ficción policiaca se escribía en forma de relatos cortos. Edgar Allan Poe y sir Arthur Conan Doyle, a quienes podemos considerar padres fundadores del género detectivesco, dominaban los secretos del formato, y el primero esbozó los rasgos distintivos, no solo del relato corto, sino también de la novela policiaca: el personaje menos sospechoso que resulta ser el asesino, el espacio cerrado en que se desarrolla el misterio, el detective que resuelve el caso desde su sillón, el estilo epistolar. En palabras de Eric Ambler: «La narrativa policiaca quizá nació en la mente de Edgar Allan Poe, pero Londres la alimentó, la vistió y la llevó a la madurez.» Aludía, claro está, al genio de Conan Doyle, creador del detective más célebre de la literatura. Conan Doyle dotó al género de respeto por la razón, un intelectualismo en absoluto abstracto, confianza en la preeminencia de la mente sobre la fuerza física, aversión por el sentimentalismo y la capacidad de crear una atmósfera de misterio y terror gótico, pero firmemente asentada en la realidad. Por encima de todo, más que ningún otro autor, instituyó la figura del gran detective, ese aficionado omnisciente cuya excéntrica, y a veces estrafalaria, personalidad contrasta con la racionalidad de sus métodos y que transmite al lector la reconfortante idea de que, pese a nuestra aparente impotencia, habitamos un universo inteligible.

Aunque las aventuras de Sherlock Holmes son las más famosas de dicho período, hay otras que también merecen una relectura. Julian Symons, respetado crítico de la ficción policiaca, señaló que los máximos exponentes del arte del relato recurrían a las historias de detectives para distraerse de las otras obras que escribían, disfrutando con un género que aún estaba en pañales y les ofrecía incontables oportunidades en lo referente a la originalidad y la variedad. G. K. Chesterton es un ejemplo de escritor que centra su interés en otros campos, pero cuyos cuentos sobre el padre Brown aún se leen con fruición. Y, como él, una cantidad sorprendente de autores distinguidos probó suerte con los relatos de misterio. La segunda antología de Great Stories of Detection, Mystery and Horror, publicada en 1931, contaba entre sus colaboradores con H. G. Welles, Wilkie Collins, Walter de la Mare, Charles Dickens y Arthur QuilleCouch, además de los nombres de rigor.

Pocos autores policiacos actuales escapan a la influencia de los padres fundadores, pero la mayoría cultiva la novela, más que el cuento. Esto se debe en parte a que el mercado del relato es bastante reducido en general, pero el motivo principal radica quizás en que las historias de detectives se han acercado más a las corrientes dominantes en la ficción, y los escritores necesitan espacio para explorar a fondo las sutilezas psicológicas de los personajes, la complejidad de las relaciones y la manera en que un asesinato y una investigación policial afectan a la vida de dichos personajes.

El relato, por su propia naturaleza, está sujeto a una serie de limitaciones, por lo que resulta más eficaz cuando gira en torno a un único incidente o idea principal. La originalidad y la fuerza de esta idea determinan en buena medida el éxito del relato. Pese a su estructura, mucho menos compleja que la de una novela y basada en un concepto más lineal que conduce de forma implacable al desenlace, el relato permite construir, a una escala reducida, un mundo creíble en el que el lector puede sumergirse en busca de los mismos placeres que encuentra en la narración policiaca de calidad: un misterio verosímil, tensión y emoción, personajes con los que nos identificamos aunque no siempre empaticemos con ellos y un final que no defraude. Hay algo satisfactorio en el arte de condensar en pocos miles de palabras todos aquellos elementos de la trama, ambientación, caracterización y sorpresa que conforman un buen relato policiaco.

Aunque yo misma me he dedicado sobre todo a la novela, he disfrutado mucho con el desafío que plantea el cuento: el de conseguir mucho con pocos medios. A pesar de que no hay espacio para descripciones largas y detalladas, los lugares donde se desarrolla la acción han de cobrar vida ante los ojos del lector. El retrato de los personajes es tan importante como en la novela, pero los rasgos de carácter esenciales deben trazarse con una esmerada economía de palabras. El argumento tiene que ser intrigante, pero no demasiado complicado, y el desenlace, al que cada oración ha de conducir de forma inexorable, debe sorprender al lector sin dejarle la sensación de que lo han engañado. Todos los elementos deben contribuir a la característica más ingeniosa del cuento: el impacto de la sorpresa. Por consiguiente, escribir un buen relato es difícil, pero en estos tiempos ajetreados puede proporcionarnos una de las experiencias de lectura más satisfactorias.

P. D. James

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