jueves, 1 de febrero de 2018

CUENTO DE FEBRERO


Cielos grises de febrero, arenas blancas neblinosas, rocas negras, y el mar también parecía oscuro, como una fotografía en blanco y negro; la chica del impermeable amarillo era lo único que le daba un poco de color al mundo.
Hace veinte años, la anciana paseaba por la playa con cualquier clima, se inclinaba y contemplaba la arena, se agachaba con dificultad de vez en cuando para levantar una roca y mirar debajo. Cuando dejó de bajar a la playa, una mujer de mediana edad —supuse que sería su hija— vino y empezó a recorrer la playa con menos entusiasmo que su madre. Ahora aquella mujer había dejado de venir, y en su lugar estaba esa chica.
Se acercó a mí. Yo era la única persona, aparte de ella, que estaba en la playa con esa niebla. No parezco mucho mayor que ella.
—¿Qué estás buscando? —le grité.
Ella esbozó una mueca.
—¿Qué te hace pensar que estoy buscando algo?
—Bajas cada día. Antes de ti venía la señora, y antes de ella venía una señora muy mayor, con un paraguas.
—Era mi abuela —dijo la chica del impermeable amarillo.
—¿Qué perdió?
—Un colgante.
—Debe de ser muy valioso.
—La verdad es que no. Tiene valor sentimental.
—Algún valor más tendrá, si tu familia lleva buscándolo tantos años.
—Sí. —Vaciló. Y luego añadió—: Mi abuela decía que el colgante le permitiría volver a casa. Decía que sólo había venido a echar un vistazo. Tenía curiosidad. Y entonces le preocupó
llevar el colgante encima y lo escondió debajo de una roca para poder encontrarlo cuando regresara. Y luego, cuando volvió, no supo qué roca era, ya no se acordaba. Eso fue hace cincuenta años.
—¿Dónde estaba su casa?
—Nunca nos lo dijo.
La forma de hablar de la chica me indujo a formular la pregunta que me asustaba:
—¿Tu abuela sigue viva?
—Sí. Más o menos. Pero ya no nos habla. Se pasa el día mirando fijamente el mar. Tiene que ser terrible ser tan vieja.
Yo negué con la cabeza. No lo es.  Entonces me metí la mano en el bolsillo del abrigo y se lo mostré.
—¿Se parecía a éste? Lo encontré en esta playa hace un año. Debajo de una roca.
Ni la arena ni la sal del agua habían estropeado el colgante.
La chica parecía asombrada; entonces me abrazó y me dio las gracias, cogió el colgante y cruzó corriendo la playa neblinosa en dirección al pueblecito.
Observé cómo se marchaba: una mancha dorada en un mundo en blanco y negro con el colgante de su abuela en la mano. Era idéntico al que yo llevaba colgado del cuello.
Me pregunté por su abuela, mi hermana pequeña, si alguna vez regresaría a casa; si, en caso de volver, me perdonaría por la broma que le había gastado. Quizá decidiera quedarse en la Tierra y enviar a la chica a casa en su lugar. Eso podría ser divertido.
Cuando mi sobrina nieta se marchó y me quedé sola, empecé a nadar a contracorriente y dejé que el colgante me llevara a casa, me interné en la inmensidad que se extiende sobre nosotras, donde vagamos con las solitarias ballenas del cielo, y donde los cielos y los mares son uno.

Neil Gaiman

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