miércoles, 31 de enero de 2018

LOS ERRORES DEL QUIJOTE


El que hablaba era Baltasar Elisio Medinilla, poeta, a veces corrector, igual que yo, y supongo que algo más, porque decir poeta es decir pretendiente, y de eso, que yo sepa, no vive nadie. Yo lo conocía porque había coincidido con él en la imprenta de Juan de la Cuesta cuando Lope de Vega, del que era amigo y seguidor devoto, le pidió que se encargara personalmente de las pruebas de su Jerusalén conquistada, obra que dedicó al conde de Saldaña.
Compartía Baltasar la mesa con oíros tres tipos que yo no conocía más que de vista de otras academias y que se giraron en nuestra dirección al oler que había tema.
—¿Por qué lo dices? —pregunté inocentemente.
—¿No es ése el autor de la segunda parte del Quijote que acaban de publicar?
—En efecto —respondí.
Medinilla se sonrió, y al hacerlo guiñó tanto los ojos que casi desaparecieron entre los pliegues de sus párpados. Baltasar era un tipo simpático, irónico, socarrón. Tenía la boca grande, los ojos como ojales y la mandíbula de cuchara, pero era el descaro de su verbo, y no su aspecto, lo que captaba la atención.
—Pues por eso. Ya era hora que alguien le dijera cuatro cosas a Cervantes.
—¿Pero lo has leído?
—No hace falta. A poco empeño que haya puesto el autor será mejor que el original.
—¿Tan poco te gustó la primera parte?
—¡Por favor! Menuda chapuza, no conozco historia peor trabada.
—¿A qué te refieres?
—Hombre, pero si parece escrito a saltos. Lo que escribía un martes, el miércoles lo había olvidado. Por ejemplo, en una ocasión don Quijote niega saber latín, y poco después traduce un párrafo con soltura. ¿Es o no absurdo? En otra unos cabreros le arrancan de una pedrada cinco muelas de arriba y dos de abajo y luego se pone a cenar como si nada. ¿Se puede escribir mayor insensatez?
—Otra vez hace que los personajes cenen dos veces seguidas —dijo uno de sus acompañantes.
—O lo del estudiante —dijo otro—, que se va con la pierna quebrada después de pelear con don Quijote y en la página siguiente interviene en la conversación como si no se hubiera movido del sitio.
—¿Y lo del burro? —apuntó el tercero.
—¡Eso! —exclamó Medinilla—. ¿Qué me dices de lo del robo del burro?
—No recuerdo… —dije, aunque no sé por qué, porque sí me acordaba perfectamente de aquella historia, había dado mucho que hablar y provocado una enorme bronca en la imprenta, pero dejé que Medinilla lo contara.
—Cómo no te vas a acordar. Sancho empieza el viaje en burro, de repente se queja de que se lo han robado, luego sale otra vez montado y después desaparece. Ridículo, vamos.
—Si no recuerdo mal, eso sí que lo intentó arreglar don Miguel —dije yo.
—Por desgracia. Y lo lió todavía más. ¿Os acordáis de la segunda edición que sacó Robles a los pocos meses de la primera? —preguntó a la concurrencia. Todos cabecearon asintiendo—. Pues efectivamente, en ésa Cervantes intentó corregir el error. Para ello escribió un párrafo contando cómo uno de los galeotes…, ¿cómo se llamaba?…
—Ginés de Pasamonte —respondió Luís Vélez.
—Eso es, cómo Ginés de Pasamonte había robado el burro una noche mientras dormían y otro describiendo la escena en la que Sancho reconoce a su rucio y el ladrón, al verse descubierto, se da a la fuga. En principio todo bien, pero luego va y coloca los añadidos en donde no les corresponde, creando ya el auténtico caos en la historia. Excuso decir lo que nos reímos.
Yo también recordaba aquello, recordaba la bronca y al pobre Matías, que era el cajista que al final pagó el pato y fue despedido de la imprenta.
—Eso son detalles sin importancia —dijo alguien a mi espalda. Al volverme, lo primero que vi fue una sotana y luego al dueño, el rostro quiero decir, de don José de Valdivielso—. No se puede juzgar una obra por esas minucias —añadió el sacerdote con voz grave.
—Adelante, don José, siéntese —dije yo dispuesto a cederle el sitio, pero él me retuvo poniéndome la mano en el hombro y se quedó firme de pie a mi espalda.

Aquello se ponía interesante. Don José de Valdivielso era capellán del arzobispo de Toledo. Contaba, pues, con gran influencia, vaya eso por delante, y un gusto refinado. Había estado con él hacía apenas una semana para entregarle una copia del Viaje al Parnaso (de su firma depende la oportuna licencia de edición), y ya entonces me había manifestado su admiración por don Miguel, a quien decía tener el honor de contar entre sus amigos…
—¿Detalles sin importancia? —se defendió Medinilla abandonando el tono burlesco que había mantenido hasta el momento.
Se notó que hacía un esfuerzo para medir sus palabras, lo cual es lógico, siempre hay que tener cuidado cuando se lleva la contraria en público a un miembro de la curia.
—Una pequeña distracción —sentenció Valdivielso—. Pienso que don Miguel cambió de sitio los capítulos que tratan de la historia de Crisóstomo y Marcela, no sé si se acuerdan ustedes, una historia bien triste, y al hacerlo alteró el hilo narrativo anterior y causó el problema del robo del rucio.
—Pues ya ve usted, me está dando la razón. Un libro escrito a trompicones.
—Un lapsus razonable que, por otra parte, a lo mejor no hay que achacar al autor.
—¿A quién entonces? —preguntó Medinilla.
—El impresor también puede tener responsabilidad en eso.
—¡Oh! ¡Vamos! Si Cervantes no hubiese tenido la manía de intercalar novelitas…
—No se le puede culpar también de eso, señor mío —replicó Valdivielso frotándose las manos—. Cualquier autor sabe que es casi imposible mantener demasiado tiempo la atención del lector sobre una única historia. Léase a López Pinciano y ya verá cómo me da la razón. La variedad es lo que otorga calidad a una obra de estas características.
—Yo estoy de acuerdo —dijo un desconocido—. Lo mejor del Quijote son precisamente sus novelitas cortas, especialmente la de El cautivo.
—¡Sí!, ¡precisamente! —exclamó Medinilla—. Pero a mí eso de que con la misma historia escriba una novela y una obra de teatro, lo que me parece es falta de ingenio.
—¿A qué obra de teatro se refiere?
—A Los baños de Argel —puntualizó Medinilla—. No se extrañe, es normal que no la conozca. Ni siquiera sé si se ha estrenado.
—Por eso se decidió a escribir la novelita —apostilló uno de sus amigos—, como nadie se había enterado de la historia…
Todos soltaron unas risitas para celebrar la ocurrencia.
—Ya veo que no están ustedes dispuestos a concederle ningún mérito —dijo don José con semblante sombrío—, pero convendrán conmigo en que al menos ese juego del hallazgo del manuscrito arábigo…
—Alto, alto, alto —le interrumpió Medinilla en un tono cada vez más resuelto—, que eso ya lo he oído antes. ¿Es que no conoce usted Las guerras civiles de Granada? Pues ahí Ginés Pérez de Hita ya usa el truco del manuscrito arábigo. Aben Hamim se llamaba su árabe, ¡menuda novedad!
—Pérez de Hita se limita a citar a un árabe como autor de su obra —protestó Valdivielso—, pero don Miguel da vida al suyo, establece con él un diálogo…
—¿Y eso a quién le interesa? —le cortó Medinilla.
Todos contuvimos la respiración. Hasta el mismo Medinilla se dio cuenta de que había sido demasiado brusco, pero se quedó atascado, sin saber qué hacer. Por suerte llegó la camarera con un par de azumbres de vino y un plato de queso, y en el rato que le llevó identificar a los destinatarios y espantar a los aprovechados, se desdibujó el inciso.
—Lo que a mí me gustaría saber es qué hizo Sancho con los escudos que halló en la maleta —comentó uno de los acompañantes de Baltasar como si no hubiera pasado nada.
—¿Qué maleta? —pregunté yo despistado.
—Sí hombre, la que encuentran en Sierra Morena —aclaró Medinilla.
—Buena memoria tienes.
—En el libro no se vuelve a hablar de la maleta —insistió el otro.
—Pero bueno —intervino Valdivielso—, se dice que don Quijote le da los escudos que contiene a Sancho como pago de sus servicios. ¿Qué más quiere que diga?
—Pues qué hace Sancho con el dinero, y bien lo merece porque era una buena cantidad.
—Al autor corresponde decidir qué es lo importante para su historia.
—Caballeros, creo que nos estamos yendo por las ramas —dije yo intentando reconducir la conversación—. Algo bueno tendrá el libro cuando tanta gente lo ha leído con la atención que ustedes demuestran, sin mencionar que hay quien lo ha considerado merecedor de una segunda parte. Pero volviendo al tema inicial, ¿alguien conoce a Avellaneda?
Nadie contestó.
—¿Es posible que nadie de esta sala sepa quién es Alonso Fernández de Avellaneda? —insistí.
—Es la primera vez que oigo hablar de él —dijo Luís Vélez.
—Tal vez sea un seudónimo —apuntó Valdivielso.
—Es posible.
—Puede ser cualquiera con buen gusto —insistió Medinilla.

Alfonso Mateo-Sagasta, Ladrones de Tinta

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