lunes, 15 de enero de 2018

EL FIN DE UN VUELO


El gato grande, negro y gordo tomaba el sol en el balcón, ronroneando y meditando acerca de lo bien que se estaba allí, recibiendo los cálidos rayos panza arriba, con las cuatro patas muy encogidas y el rabo estirado.
En el preciso momento en que giraba perezosamente el cuerpo para que el sol le calentara el lomo, escuchó el zumbido provocado por un objeto volador que no supo identificar y que se acercaba a gran velocidad. Alerta, dio un salto, se paró sobre las cuatro patas y apenas alcanzó a echarse a un lado para esquivar a la gaviota que cay ó en el balcón.
Era un ave muy sucia. Tenía todo el cuerpo impregnado de una sustancia oscura y maloliente.
Zorbas se acercó y la gaviota intentó incorporarse arrastrando las alas.
—No ha sido un aterrizaje muy elegante —maulló.
—Lo siento. No pude evitarlo —reconoció la gaviota.
—Oye, te ves fatal. ¿Qué es eso que tienes en el cuerpo? ¡Y cómo apestas! —maulló Zorbas.
—Me ha alcanzado una marea negra. La peste negra. La maldición de los mares. Voy a morir —graznó quejumbrosa la gaviota.
—¿Morir? No digas eso. Estás cansada y sucia. Eso es todo. ¿Por qué no vuelas hasta el zoo? No está lejos de aquí y allí hay veterinarios que podrán ayudarte —maulló Zorbas.
—No puedo. Ha sido mi vuelo final —graznó la gaviota con voz casi inaudible, y cerró los ojos.
—¡No te mueras! Descansa un poco y verás como te repones. ¿Tienes hambre? Te traeré un poco de mi comida, pero no te mueras —pidió Zorbas acercándose a la desfallecida gaviota.
Venciendo la repugnancia, el gato le lamió la cabeza. Aquella sustancia que la cubría sabía además horrible. Al pasarle la lengua por el cuello notó que la respiración del ave se tornaba cada vez más débil.
—Escucha, amiga, quiero ay udarte pero no sé cómo. Procura descansar mientras voy a consultar qué se hace con una gaviota enferma —maulló Zorbas antes de trepar al tejado.
Se alejaba en dirección al castaño cuando escuchó que la gaviota lo llamaba.
—¿Quieres que te deje un poco de mi comida? —sugirió algo aliviado.
—Voy a poner un huevo. Con las últimas fuerzas que me quedan voy a poner un huevo. Amigo gato, se ve que eres un animal bueno y de nobles sentimientos. Por eso voy a pedirte que me hagas tres promesas. ¿Me las harás? —graznó sacudiendo torpemente las patas en un fallido intento por ponerse de pie.
Zorbas pensó que la pobre gaviota deliraba y que con un pájaro en tan penoso estado sólo se podía ser generoso.
—Te prometo lo que quieras. Pero ahora descansa —maulló compasivo.
—No tengo tiempo para descansar. Prométeme que no te comerás el huevo —graznó abriendo los ojos.
—Prometo no comerme el huevo —repitió Zorbas.
—Prométeme que lo cuidarás hasta que nazca el pollito —graznó alzando el cuello.
—Prometo que cuidaré el huevo hasta que nazca el pollito.
—Y prométeme que le enseñarás a volar —graznó mirando fijamente a los ojos del gato.
Entonces Zorbas supuso que esa desafortunada gaviota no sólo deliraba, sino que estaba completamente loca.
—Prometo enseñarle a volar. Y ahora descansa, que voy en busca de ay uda —maulló Zorbas trepando de un salto hasta el tejado.
Kengah miró al cielo, agradeció todos los buenos vientos que la habían acompañado y, justo cuando exhalaba el último suspiro, un huevito blanco con pintitas azules rodó junto a su cuerpo impregnado de petróleo.

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