lunes, 23 de octubre de 2017

EL CUENTO DEL DRAGÓN TRAGAPALABRAS


Érase una vez, hace pocos años, un palacio en París en el que vivía un dragón. Era un pequeño dragón, de piel rugosa y verde brillante en la que relucían algunas escamas doradas como si fueran joyas incrustadas, En la espalda se elevaba una cresta alegre y picuda y en la cabeza destacaban los ojos grandes, tiernos y con largas pestañas, la nariz con dos enormes agujeros a modo de chimeneas invertidas y una boca de la que salía una lengua larga y muy roja. Era un dragoncito muy guapo, casi cachorro y de aspecto juguetón.
Había nacido en Oriente, en un hermoso desierto frío y yermo en invierno pero en el que, en primavera, florecían pequeñas hierbas salvajes que vestían de verdes, rojos y amarillos los colores pardos de la arena. Allí habitaban fieros dragones que echaban fuego por la boca y se enamoraban de bellas princesas. Pero siempre aparecía algún caballero vestido con armadura que les perseguía para salvar a las doncellas y tras violentas luchas les mataba. Los dragones tuvieron que esconderse para no desaparecer y llegó un tiempo en el que los hombres no los volvieron a ver. Hoy en día, sólo los podemos recordar por las pinturas que quedan en libros, iglesias o museos, siempre vencidos por un apuesto caballero que les clava la lanza mientras se retuercen intentando mirar, por última vez, a la hermosa princesa que desparece a lo lejos.
Nuestro pequeño dragón, cansado de todo lo que había vivido en aquellos lejanos y exóticos países, agotado todo el fuego de su boca y, después de haber viajado durante varios siglos por el mundo entero, llegó a París y, sin fuerzas para continuar, entró en el primer palacio en el que vio una puerta abierta. Subió las escaleras principales, encontró un hermoso salón dorado lleno de espejos y, a oscuras y casi a tientas descubrió una puerta lateral de la que partían unas estrechas escaleras. Allí, el pequeño dragón, solo y triste, decidió refugiarse y exhausto por su largo viaje, se quedó dormido en el pasamanos de la escalera.
Durmió durante años y años y, mientras, el palacio en el que vivía sufrió muchas transformaciones. Unas familias sustituían a otras, se produjeron guerras e invasiones, y el palacio iba cambiando de manos. Fiestas y bailes con alegres músicas, incendios y bombas que iluminaban el cielo de la ciudad, revoluciones sangrientas y desfiles de hombres con botas negras... todos los ruidos se iban sucediendo pero nuestro pequeña dragón dormía y dormía.
Llegó un día en el que sucedió algo extraño e insólito. Unos señores de un país vecino decidieron que iban a construir en el palacio una biblioteca llena de libros para que la gente de París los leyera. iY eso que en París había gente que leía muchos. Y conservando el bonito salón de baile, los altos techos llenos de escayolas y pinturas, y las habitaciones de grandes ventanales, comenzaron a llegar estanterías, mesas, sillas y cajas y cajas repletas de libros. Tanto ruido y tan distinto a los que antes se habían escuchado en el palacio despertó a nuestro dragón que, atónito y desde su escondite detrás de la puerta lateral, veía a la gente pasar colocando libros de todos los tamaños, colores y olores. Porque lo primero que notó el dragón es que el palacio olía distinto. Antes olía a humedad, moho y alfombras viejas. Y ahora olía a libros nuevos que era un olor muy agradable, fresco y lleno de vida.
Cuando se fueron los hombres que colocaron los libros empezaron a llegar los que los leían que eran mucho más silenciosos. Y no eran sólo hombres; eran hombres, mujeres, niños y niñas. Algunos eran muy mayores y otros parecían más jóvenes; unos iban muy deprisa, cogían un libro y lo cambiaban por el que llevaban debajo del brazo; pero había otras personas, como un señor muy serio vestido con un jersey granate, que llegaban por la mañana y estaban todo el día sentados al lado de la ventana escribiendo y leyendo. A algunos les cambiaba la cara mientras leían y una vez vio a una señora mayor que lloraba delante de un libro. Los niños eran los más divertidos porque, aunque había mayores que les decían que tenían que estar callados, ellos hablaban bajito y se reían y a veces corrían por las escaleras grandes del palacio hasta que algún mayor les regañaba.
El pequeño dragón, cuando la biblioteca estaba vacía, empezó a atreverse a salir de su escondite y, arrastrándose muy despacio iba conociendo todos los rincones del palacio en el que había dormido tantos años. Pero en cuanto oía un ruido o creía que alguien le había visto se iba corriendo a su escondite. Seguía teniendo mucho miedo de que alguien quisiera clavarle una lanza pensando que podía echar fuego por la boca. El pequeño dragón pronto se acostumbró a su nueva vida, tan distinta a la que vivió en el desierto y lo pasaba muy bien paseando entre las mesas para ver a la gente leer.
Un día, una niña que se llamaba María y un niño que se llamaba Ismael se pusieron a jugar y a correr por la biblioteca y cuando la bibliotecaria les empezó a llamar para que se callaran, encontraron la puerta lateral, la abrieron deprisa y se escondieron al lado de la estrecha escalera. De repente y con gran sorpresa descubrieron al pequeño dragón que, con un susto horrible, intentaba subirse al pasamanos para pasar desapercibido. Los niños, que no sabían nada de historias de dragones que echaban fuego por la boca y que el único caballero con armadura del que habían oído hablar era el inofensivo y divertido Don Quijote, se acercaron al pequeño dragón que cerraba los ojos con miedo y estaba encogidito. Les recordaba a su gatito Pirracas cuando se asustaba con el ruido de los coches y le hablaron con palabras cariñosas que sólo ellos entendían. Nuestro dragón, poco a poco fue cogiendo confianza y les empezó a contar su historia, su infancia en el desierto, sus largos siglos de huida, silencio y sueño y la nueva vida que llevaba viendo a la gente leer y soñando con poder conocer las historias que aparecían en los libros.
Los niños le contaron al dragón que a ellos también les gustaba mucho leer. Su mamá era la bibliotecaria del palacio y la mamá de su mamá también había sido bibliotecaria en un palacio de otra ciudad y, desde que eran muy pequeñitos, les leyeron cuentos, les enseñaron las letras y aprendieron a formar palabras. Ahora, juntando las palabras sabían leer y era muy divertido porque había muchos libros llenos de historias. El dragoncito, sin embargo, no sabía leer y se daba cuenta de que se estaba perdiendo algo realmente bueno porque veía que todos los que iban a la biblioteca lo pasaban muy bien con los libros.
Llevaban ya mucho tiempo hablando los tres, escondidos detrás de la puerta lateral, cuando se oyó la voz de la mamá bibliotecaria llamando a los niños porque había llegado su papá, Rachid, a recogerlos. Se despidieron deprisa y quedaron en verse al día siguiente. Y así fue. María e Ismael fueron muy obedientes ese día en la biblioteca y no armaron ningún follón. Se sentaron en la mesa, abrieron sus libros y se pusieron a leer. La mamá bibliotecaria los veía y no se lo creía; estaba feliz. Pero en cuanto ella se dio media vuelta los niños fueron, sin hacer ruido, a buscar al dragoncito para enseñarle a leer. Fue muy fácil porque el dragoncito era muy listo y tenía muchas ganas de aprender. Por la noche, cuando los niños se iban, abría algún libro y juntaba letras y palabras. Descubrió que según iba tragando palabras iba entendiendo las historias que venían en los libros. ¡Y su vida cambió¡.
Había historias tristes que hablaban de guerras y de gente muy mala. Pero leyó historias muy alegres donde había niños que jugaban y viajaban a la luna y a las estrellas. Había en la biblioteca libros en los que, además de letras se dibujaban números que bailaban entre ellos. Y aprendió que juntando determinadas palabras se podía producir una música que se llamaba poesía que era muy hermosa. La noche que descubrió la poesía el dragoncito no podía dormir de la emoción. También leyó la historia de Don Quijote que le habían contado los niños y se rió mucho porque era un hombre bueno que no se parecía a los caballeros armados que había conocido. Decidió, como Don Quijote, ponerse un nombre bonito y eligió Tragapalabras. Se llamaría, desde entonces, el Dragón Tragapalabras. También leyó libros que hablaban de viajes a tierras lejanas que le recordaban el desierto donde había nacido. Y una noche que estaba solo vio en un libro con muchas fotos un cuadro de un caballero matando a un dragón. iCasi se muere del susto¡. Esa noche se volvió a esconder detrás de la puerta lateral y no salió a ver más libros.
Así iban pasando los días, las semanas y los meses. El Dragón Tragapalabras leía y leía y acompañaba a los lectores que iban a la biblioteca a los que ayudaba sin que ellos los supieran, Al viejecito le recogía las gafas cuando se le caían; a la señora mayor que lloraba le dejaba en la mesa una flor que robaba de una maceta; a un chico desesperado le ayudaba con los números que no bailaban como él quería; y a un señor con corbata y cara de preocupación le ponía, al lado de una revista de economía, un libro de poesía que hablaba de un olmo viejo y herido. Pero a la que más ayudaba era a la bibliotecaria porque era muy buena. Se preocupaba de que siempre hubiera libros nuevos que olieran muy bien. Y aunque ella hacía como que no sabía de su existencia, muchas mañanas dejaba un cuenco lleno de comida rica para él, al pie de la estrecha escalera detrás de la puerta lateral. ¡Para ella cortaba las flores más bellas de las macetas del palacio de al lado!
Lo mejor era cuando llegaban los niños. Hablaban en susurros, se contaban historias, corrían por las escaleras grandes y jugaban al escondite. A veces, cansados, se iban a la escalera estrecha detrás de la puerta lateral y se quedaban los tres dormidos hasta que oían los gritos de la mamá bibliotecaria buscando a los niños.
Un día María e Ismael llegaron muy tristes a la biblioteca y el Dragón Tragapalabras les miró preocupado. Fueron a su escondite y le contaron que se iban de París a otra ciudad y que iban a pasar mucho tiempo sin verse. Lloraron los tres. El dragoncito perdía a sus mejores amigos, los niños que le habían enseñado a leer las letras y las palabras; los que le habían despertado de su sueño y le habían quitado el miedo. Le quedaban los libros y los otros lectores de la biblioteca. Pero les iba a echar mucho de menos.


Y los niños perdían su mejor secreto. El dragón que les había acompañado tantas tardes en la biblioteca; que les había ayudado a esconderse; que les había hecho las cuentas con los números cuando se ponían difíciles; y el que les contaba historias de un desierto donde en primavera florecían hierbas de colores en mitad de la arena. Pero sobre todo, los niños estaban tristes porque el dragoncito se quedaba muy solo. No entendía más que el lenguaje de los niños y con los mayores seguía escondiéndose. Y no iba a tener a nadie con quien jugar y contar historias.
Todavía tuvieron una tarde para despedirse y decirse las mil cosas que se cuentan los amigos. Al final de la tarde, el Dragón Tragapalabras les dio de regalo una carta y les pidió llorando que no la abrieran hasta llegar a casa. La mamá bibliotecaria, desde una esquina, también lloró en silencio y le envió un beso al dragoncito. Ya en casa, María e Ismael abrieron la carta y leyeron el último secreto que les ofrecía su amigo. Les contaba la leyenda de una ciudad muy antigua y muy bella llamada Toledo donde hubo una vez dragones que, como él, también se habían escondido en palacios e iglesias. ¿Les podrían conocer algún día? ¿Dónde les encontrarían? - "Buscad en el coro de la catedral - les decía - siempre cerca de los libros. Allí os estarán esperando para contaros historias y jugar juntos".
Los niños también querían hacerle un regalo a su amigo. Y aquí entro yo. María e Ismael un día me contaron su secreto y me pidieron que Paco y yo les lleváramos a Toledo a buscar dragones y que, mientras, les ayudara a escribir una carta a otros niños que fueran a vivir a París para que supieran encontrar al dragoncito y pudieran jugar con él y leer libros juntos. Y por eso he escrito esta historia. Los mayores sólo verán, si buscan mucho, un pequeño dragón esculpido en madera en el pasamanos de una estrecha escalera detrás de una pequeña puerta lateral en un viejo palacio de París. Pero los niños que lo lean sabrán la verdad. Es el Dragón Tragapalabras y les está esperando. Les enseñará todas las historias que hay en los libros y cómo pasárselo muy bien jugando con las palabras. Y empezará contándoles el cuento de un pequeño dragón que nació en un hermoso desierto donde en primavera florecían hierbas de colores en mitad de la arena.

Marta Torres

No hay comentarios:

Publicar un comentario