miércoles, 6 de septiembre de 2017

LOS CINCO Y EL TESORO DE LA ISLA


En España, por el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que eso nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes. Ellos leyeron a Salgari, a Julio Verne, las aventuras de Guillermo o de Tintín, pero no pudieron conocer a Enid Blyton porque hasta 1964 no se tradujo al español. Los Cinco y el tesoro de la isla se publicó ese año y desde entonces la Editorial Juventud no ha dejado de imprimirlo.

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Temía que con Los Cinco y el tesoro de la isla me sucediera lo mismo que con otros libros que había intentado leer en vano. Su ilustración de cubierta no me llamaba la atención: un niño con pinta de niña sentado al lado de un perro y mirando el horizonte. Lo abrí una tarde de verano, en ese intervalo de dos o tres horas de silencio obligatorio que había después de comer, en el que sólo se podía dormir la siesta o «coger un libro», como llamaba mi madre a leer.

La siesta no nos gustaba dormirla, pero tenía más ventajas que coger un libro porque mi padre, que era muy estricto con nuestras horas de sueño incluso en vacaciones, nos permitía ver la película de la noche si no tenía dos rombos y habíamos dormido la siesta. Aquella tarde, sin embargo, renuncié a todos los privilegios y cogí un libro.

Para mi sorpresa, los protagonistas no eran piratas ni aventureros, sino niños de mi edad en un mundo que podía reconocer más o menos. Digo más o menos porque, aunque eran niños y eso me acercaba a ellos, no eran españoles, sino ingleses, lo que producía un desajuste cultural que paradójicamente hacía más eficaz el funcionamiento de la ficción. Todo lo que de su mundo me resultaba exótico —los pasteles de carne que comían, los shorts que vestían y sobre todo su libertad de movimientos, sus excursiones en bote sin adultos a una isla desierta— no los alejaba de mí hasta hacerlos inalcanzables como sucedía con los piratas, sino apetecibles porque en casa nunca hubo pastel de carne, sino filete de hígado, muy hecho, que nos daba náuseas a todos los hermanos, razón por la que mis padres lo consideraban, con esa especie de catolicismo doméstico que aplicaban a todo, doblemente nutritivo: para el cuerpo por las proteínas y para el alma por el calvario que suponía deglutirlo.

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Quizás fuera bueno recordar en este punto que Los Cinco y el tesoro de la isla empezaba con un desayuno familiar: el padre, la madre, los dos hermanos mayores y la hermana pequeña hablaban de las vacaciones de verano, que empezaban ese día. Los niños querían saber dónde las iban a pasar ese año. ¿Irían a las playas de Polzeath, como siempre? Busqué Polzeath en el Sopena: pueblo costero en el noroeste de Inglaterra. La madre les decía que no, que aquel año Polzeath iba a estar lleno de veraneantes, y no habría sitio «para vosotros», decía. Podría haber dicho que no habría sitio «para nosotros», pero no; lo decía en segunda persona, como si los hijos y los padres ya no formaran parte de la misma familia o como si los tiempos en los que unos y otros se iban juntos de vacaciones hubieran pasado a la historia. A los niños la noticia les hacía sentirse «grandemente decepcionados», pero no por ese «vosotros», sino porque «no habían conocido playa mejor» que la de Polzeath.

El padre quería mandarlos a casa de su hermano Quintín, que vivía junto al mar y tenía una hija de la misma edad que ellos; pero la madre tenía dudas. Aunque tía Fanny era muy agradable, no se podía decir lo mismo de su marido, que detestaba a los niños. Como su profesión «era la ciencia», se pasaba la mayor parte del día estudiando y no soportaba el alboroto. Además, su hija era algo «rara», le gustaba mucho «la vida solitaria».

Para los tres hermanos aquellos detalles carecían de importancia. Aunque tío Quintín les diera un poco de miedo, les apetecía conocer a su prima y pasar las vacaciones en un lugar donde nunca habían estado. El padre de los chicos «telefoneaba» entonces a tía Fanny, que aseguraba no tener inconveniente en recibirlos. Todo lo contrario: a su marido y a ella les venía muy bien recibir una pequeña asignación por la visita. Las dos familias ultimaban los detalles, y lo disponían todo para la semana siguiente.

Nada de lo que acabo de resumir me pareció en aquella primera lectura extraño o sospechoso. Mi vida era muy diferente a la de Los Cinco, pero no lo suficiente como para que no pudiera proyectar sobre ellos mi deseo. ¿Qué podía haber de sospechoso en un desayuno familiar, en unos padres que someten a la consideración de sus hijos dónde van a ir de vacaciones? A un niño como yo, hijo de militar y por tanto con una idea muy jerarquizada de la familia, acostumbrado además a no tener voz ni voto en las decisiones familiares, aquella especie de democracia doméstica y aquellos padres que al mismo tiempo parecían ir un poco a su aire, tan diferentes de mi madre protectora, debieron de parecerle irresistibles.

Antonio Orejudo, Los Cinco y Yo

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