lunes, 11 de septiembre de 2017

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El día que los terroristas delicados habían elegido para actuar, el cielo amaneció trágicamente soleado. Los ciudadanos autómatas reiniciaban con placidez sus conciencias, actualizaban los programas de café y activaban sus bostezos como cualquier otra mañana. Los perros digitales movilizaban sus rabos, los teleféricos solares atravesaban el horizonte y las tiendas virtuales comenzaban a contestar los pedidos. Nada nuevo, nada viejo. Preparados para sembrar la desgracia, agazapados en línea, emboscados en sus nicks, los terroristas delicados sonreían acariciando sus ratones. La cuenta atrás corría como un veneno.
De repente, sin demora, sin prisa, sin estruendo, las luces se apagaron. Se apagaron simultáneamente en cada comunidad económica, en cada ciudad flotante, en cada hogar del planeta. Los monitores anochecieron con un leve clic. Las comunicaciones bursátiles se interrumpieron abortando todas las operaciones. Los portales bancarios quedaron congelados. Las cuentas personales se borraron. Los microteléfonos extraviaron las señales. Los niños autómatas suprimieron todos sus juegos. Los amantes, comprimidos, cesaron sus descargas. Los transportes, viendo suspendidos sus radares, tuvieron que frenarse o arriesgar aterrizajes de emergencia. Los puentes entre mares se llenaron de gritos.
Sin estruendo, sin prisa, sin demora, el planeta entero quedó tendido al viento igual que ropa limpia.
Las diversas células gubernamentales podrían, por supuesto, deliberar con carácter de urgencia en reuniones con presencia física. Las centrales intercomunicativas podrían empezar a reinstalar muy lentamente sus recursos, en espera de los rescates técnicos. Las unidades policiales podrían recuperarse como pudieran y emprender exhaustivas exploraciones criminales. Pero el daño inmediato, la catástrofe global, ya estaban consumados. Tarde o temprano los causantes del mal serían detectados, analizados y quizás eliminados en el acto. De poco iban a servir las represalias: milésimas después de cometer su pulcra fechoría, los terroristas delicados habían desconectado sus propios órganos, entregando sus cuerpos al vacío monóxido.
El resto de la historia es probablemente conocida. Las federaciones de autómatas fueron refundadas una por una con un orden distinto. Las reservas alimentarias fueron salvajemente subastadas al mejor postor, provocando la gigantesca hambruna que exterminó («seleccionó», matizaría al año siguiente el coordinador general de las federaciones unidas) a casi dos tercios de las capas inferiores («débiles», las llamaría el coordinador) de la población mundial. Para cuando los núcleos hospitalarios lograron controlar la veloz cadena de epidemias virales, eran contadas las familias autómatas que no tuviesen bajas que lamentar. Los foros científicos acordaron celebrar el histórico simposio único en A-8, ciudad equidistante de las grandes capitales, trasladándose hasta ella de las maneras más insospechadas.
El destino de la cultura global, según narran los códices, no corrió una suerte menos drástica. Incapaces de leer un solo archivo, despojados de toda escritura, todos y cada uno de los autómatas supervivientes, incluidos los más eruditos, debieron enfrentarse a una inédita certeza: ahora, en términos prácticos, volvían a ignorarlo todo. Se habían quedado, por así decirlo, sofisticadamente en blanco. Por eso, cuando los comités de alerta emitieron mediante obsoletos comunicados radiofónicos las estimaciones oficiales (al menos una década para reconstruir las bases tecnológicas mínimas, dos décadas o acaso tres para alcanzar un rendimiento óptimo), los más clarividentes comprendieron que la humanidad no podía esperar tanto.
Fue así, y no de otro modo, como aquel inolvidable grupo de poetas concibió la luminosa idea a la que hoy tanto le seguimos debiendo. Y fue entonces como seis o siete audaces decidieron peregrinar a los desguaces, depósitos y plantas de reciclaje más cercanos. Juntaron maderas, hierros, plásticos, engranajes. Reunieron  desechos orgánicos, sobrantes químicos, líquidos tóxicos. Trabajaron día y noche como obreros, como náufragos, para ofrecerle un pequeño salvavidas al mundo. Al cabo de unas semanas obtuvieron la extraña maravilla, el ingenio que cambiaría para siempre nuestra historia. Lo llamaron imprenta.

Andres Neuman

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