miércoles, 20 de septiembre de 2017

DESEOS

Dejaba Florinda todos los días a la niña en la escuela a las seis de la mañana, aunque no abrían hasta las ocho, para poder tornar el autobús que la llevaba a la ciudad. El portero, don Herminio, la dejaba estar en la pequeña biblioteca hasta la hora en que quitaba el pesado candado de la puerta de la calle y una algarabía de gritos y carreras llenaba todo el lugar.

Y esas dos horas, a la luz de los mortecinos amaneceres que despliegan una tímida luz pálida, Anabella leía.

Cuentos de piratas, de ogros, de brujas, de princesas encerradas en un castillo esperando a ser rescatadas.

Y soñaba que algún día ella, también princesa, aunque nadie lo supiera, sería sacada del hoyo donde vivía y llevada sobre un caballo blanco a una torre reluciente de departamentos, en la capital.

O mejor aún, a Los Ángeles. Donde hablaban en inglés y comían tres veces al día, y pagaban en dólares y todos tenían carros enormes y relucientes aparatos que tocaban cumbias y merengues y rancheras a todo volumen, todo el bendito día.

Pero primero había que saber nadar como una sirena, escribir y leer como una maestra, luego aprender inglés, pero había tiempo de sobra.

Por ahora le bastaba y sobraba con ser la única princesa del pueblo.

Benito Taibo, Anabella y la Bestia

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