domingo, 20 de agosto de 2017

EL RASTRO


El Rastro no es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi síntesis ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e inservibles, pues si no son comparables las ciudades por sus monumentos, por sus torres o por su riqueza, lo son por esos trastos filiales. Por eso donde he sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón á través de la tierra, ha sido en los Rastros de esas ciudades por que pasé, en los que he visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapamundi del mundo natural.

¡Oh, el Mercado de las pulgas de París, en la Avenida Michelet, gran coincidencia de todo París, trágica sama de su historia y su galantería y de aquella calle conmovedora y de aquella noche y de aquello y aquello otro en un revoltijo, en una confusión, en una incongruencia profunda!... ¡Oh, el mercado judío de Londres, en el barrio Whitechapel en Middlesex, rasero común de toda la gran ciudad, descanso y abismamiento de todas las observaciones hechas en caminatas largas y anhelantes! 


El Rastro es siempre el mismo trecho relamido de la ciudad, planicie, costanilla, gruta de mar o tienda de mar, que es lo mismo, playa cerrada y sucia en que la g:an ciudad—mejor dicho—, las grandes ciudades y los pleblecillos desconocidos mueren, se abaten, se laminan como el mar en la playa, tan delgadamente, dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que allí quedan engolfados y quietos hasta que algunos se vuelven a ir en la resaca. El Rastro es un juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un mar aislado como el Mar Negro, el mar de aguas más espesas y más repugnantes, aunque a la vez el de aguas más azules, un mar así, central, cerrado por todo un continente, y que además se comunicase escondidamente con los demás mares. Un mar continental, secreto, salado, que a través de una estrecha bocacalle entrase de vencida en la blanda playa del Rastro para abrir á ras de tierra su mano llena de cosas.

¡Y qué cosas! Cosas carnales, entrañables, desgarradoras, clementes, lejanas, cercanas, distintas: cosas reveladoras en su insignificancia, en su llaneza, en su mundanidad. «¡Maravillosas asociadoras de ideas!...» ¡Actitud la de esas cosas revueltas, desmelenadas y amontonadas, Simplicias y coritas! Todo tiene una templanza única, nada es ya religioso con ese sanguinario y envidioso espíritu de los dioses, ni nada es tampoco pretencioso con esa dura y ensañada pretensión del arte lleno de tan pesado y tan aflictivo orgullo por el estigma de divinidad que obliga á soportar y por los implacables deberes estéticos a que somete. Aquí todo eso perece, se depura y se desautoriza porque es escueta y pura la contemplación como consecuencia de su raíz, de su total, de su completa impureza.

Todo en el Rastro es para el alma una purga ideal que la calma, la despeja, la ablanda, la resuelve, la llena de juicio y para que no la fanatice ni ese juicio le facilita un suave escape.

Las cosas del Rastro no están, como vulgarmente se puede creer, en una situación precaria, no; su momento es el momento de paz y caridad después del éxodo y de la mala vida y todas ellas se ufanan y se orean como en el descanso del fin.

Ramón Gómez de la Serna, El Rastro

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