jueves, 10 de agosto de 2017

CUENTO DE AGOSTO


Aquel agosto los incendios forestales empezaron pronto. Todas las tormentas que tendrían que haber humedecido el mundo se desplazaron hacia el sur y se llevaron la lluvia consigo. Cada día veíamos pasar los helicópteros por encima de nosotros, preparados para soltar sobre las llamas sus cargamentos de agua del lago.

Peter, que es australiano y propietario de la casa en la que vivo a cambio de cocinar para él y ocuparme de todo lo demás, dijo:

—En Australia, los eucaliptos utilizan el fuego para sobrevivir. Algunas semillas de eucalipto no germinan a menos que antes un incendio forestal haya eliminado todos los matorrales. Necesitan el calor intenso.

—Qué concepto más extraño —dije —. Algo que nace de las llamas.

—No es raro —dijo Peter—. Es muy normal. Probablemente fuera más habitual cuando la Tierra era más caliente.

—Cuesta imaginar un mundo más cálido que éste.

Resopló.

—Esto no es nada —dijo, y luego me habló del calor extremo que había experimentado en Australia cuando era más joven.

La mañana siguiente las noticias de la televisión dijeron que se aconsejaba que las personas de nuestra zona evacuaran sus casas: estábamos en una zona de alto riesgo de incendio.

—¡Menuda tontería! —exclamó Peter, enfadado—. A nosotros no nos afectará. La casa está sobre una elevación del terreno y nos rodea el arroyo.

Cuando el nivel del agua estaba alto, el arroyo podía tener entre un metro veinte y un metro cincuenta de profundidad. En ese momento tendría como mucho sesenta centímetros de agua.

A última hora de la tarde, el aire olía mucho a humo, y tanto por la televisión como por la radio nos decían que nos marcháramos de inmediato, si podíamos. Nosotros nos sonreímos y seguimos bebiendo cerveza, y nos felicitamos mutuamente por saber comprender una situación difícil, por no ceder al pánico, por no huir.

—Somos presuntuosos, la humanidad —dije—. Todos nosotros. La gente. Vemos cómo se queman las hojas de los árboles un día caluroso de agosto y seguimos sin creer que vaya a cambiar nada. Nuestros imperios seguirán siempre en pie.

—Nada dura para siempre —dijo Peter.

Se sirvió otra cerveza y me habló de un amigo que tenía en Australia que había evitado que un incendio acabara con la granja de su familia vertiendo cerveza sobre los incendios pequeños que se iban declarando.

El fuego descendió por el valle hacia nosotros como si fuera el fin del mundo, y entonces nos dimos cuenta de la poca protección que nos proporcionaría el arroyo. Hasta el aire quemaba.

Nos marchamos, por fin; tuvimos que esforzarnos mucho, tosíamos al respirar el humo asfixiante, corrimos colina abajo hasta que llegamos al arroyo, nos tumbamos en su interior y
sólo asomamos las cabezas por encima del agua.

Desde el infierno los vimos nacer de las llamas y elevarse y volar. Me parecía que eran pájaros que picoteaban las ruinas en llamas de la casa de la colina. Vi cómo uno de ellos levantaba la cabeza y graznaba en actitud triunfante. Pude oírlo por encima del chisporroteo de las hojas en llamas, por encima del rugido del fuego. Oí el canto del fénix y comprendí que nada dura para siempre.

Cien pájaros de fuego ascendieron a los cielos mientras el agua del arroyo empezaba a hervir.

Neil Gaiman

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