miércoles, 28 de junio de 2017

EN EL AEROPUERTO


A David, los aeropuertos le provocaban zozobra. Las tramas inimaginables de las vidas ajenas, la voz en off constante, el aire opaco —compuesto de pachulí, exsalas de fumadores, cafés de franquicia, anhelos sofisticados de duty-free—, las listas que enumeraba en su cabeza. Infinidad de lugares a los que no había ido y le gustaría ir, infinidad de tareas vitales aún pendientes.

A través de las cristaleras, se veía una mañana clara de invierno, y las limpiadoras terminaban de quitar las guirnaldas rezagadas que, tras sus días de alborozo y adeste fideles, ya hoy carecían de sentido. Los aeropuertos eran zonas de stand-by, en el más amplio sentido de la palabra. ¿Se podría escribir un artículo al respecto? David sacó un cuaderno Moleskine de la bolsa de tela que siempre llevaba consigo. Se la había traído su exnovia, la periodista, de… ¿Fráncfort, era? Daba igual. Pasó las páginas hasta llegar a la encabezada con «ideas». Se dispuso a escribir, pero un aliento de desidia le quitó las ganas, de repente. ¿Para qué otra línea sin continuación? La voz del altavoz pareció contestarle. Primero, la mujer: «Por favor, tengan cuidado con sus objetos personales»; después, el hombre: «Please, take care of your personal belongings». David había organizado este viaje para crear, para hacer algo. Así que apuntó, con su letra fea y angulosa, «El aeropuerto como no-lugar: nuevos mundos paralelos del siglo XXI», cerró el cuaderno y alzó la vista orgulloso. O, al menos —pensó David—, eso habría parecido desde los ojos de otro (...)



En el duty-free, David se roció con un perfume carísimo de Dolce & Gabbana y se mareó ligeramente con la fragancia, la de un impostor. Caminó con paso firme hacia la puerta de embarque C53 del aeropuerto de Barajas, mirando a los ojos a cualquiera que se cruzara con él. Nadie sabía quién era Barrie, igual que nadie sabía quién era David. Pero eso iba a cambiar muy pronto.



Una vez en su asiento, sin compañero de viaje alguno, contempló la ciudad por la ventanilla del avión. Primero, en tierra, a tamaño real; luego, ya en el aire, como una maqueta de museo; finalmente, entre las nubes, poco más que una fruslería: tan minúscula que Madrid entera le cabía en un puño cerrado. Se sintió tan poderoso como cuando había marchado a la universidad de Edimburgo —ante la oposición de su padre, evidentemente— para estudiar un máster en literatura comparada. Dos años, para su madre, tan profética ella, como de «mundo paralelo». «Pues claro que estás contento, no te fastidia —le decía cuando hablaban por teléfono, una vez al mes—. Estar en el extranjero es vivir otra vida que, en realidad, no es la tuya». De eso nada, pensaba David: esos dos años, de hecho, habían supuesto lo que tendría que ser su vida: una vorágine de intelectualidad, bohemia, ímpetu y tormenta, igual que en el Sturm und Drang alemán, como decía su mejor amigo de la época,

Silvia Herreros de Tejada, La Mano Izquierda de Peter Pan

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