martes, 2 de mayo de 2017

MADRID, 2 DE MAYO DE 1808


—¡Ahí están!… ¡Vienen delante los moros!

Cuando la vanguardia de jinetes desemboca de San Jerónimo en la puerta del Sol, entre el hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles próximas, esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbítero de Fuencarral don Ignacio Pérez Hernández intenta refugiarse en un portal. Allí ayuda a un anciano que ha caído al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando por todas partes surgen voces de cólera, incitando a no retroceder y plantar cara.

—¡A ellos, rediós!… ¡A por esos moros gabachos! ¡Que no pasen! ¡Que no pasen!

A su alrededor, espantado, el presbítero escucha el clac, clac, clac, de innumerables navajas que se abren. Cachicuernas albaceteñas de siete muelles, con hojas de entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.

—¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos!… ¡A ellos!

El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apuñalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entrañas.

—¡A ellos!… ¡Que no quede moro vivo!

Continúan llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos caídos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por tierra sin ocho o diez puñaladas, y a medida que acuden más jinetes, y los uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, mueren, se desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos, clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias desventradas, las coces de sus patas en el aire.

Arturo Pérez Reverte, Un Día de Cólera

No hay comentarios:

Publicar un comentario