domingo, 15 de enero de 2017

SHANGRI-LA


Conversaban aún, cuando al ascender una pendiente pronunciadísima, aunque corta, tuvieron que contener el aliento. Caminaron así durante varios pasos. Tres minutos después salieron de la niebla y se encontraron en pleno aire soleado. Doblaron un recodo y vieron que a poca distancia de ellos se alzaba el monasterio de Shangri-La.

A Conway, al verlo por primera vez, le pareció una visión producida por la falta de oxígeno que estaba padeciendo y que, probablemente, había embotado sus facultades.

Era, verdaderamente, una vista extraña y casi inverosímil. Un grupo de pabellones coloreados colgaban de la montaña sin la tristeza gris de un castillo de la Renania, pero sí con la delicadeza de los pétalos de una flor silvestre que emergen pálidos de una roca. Era soberbio y exquisito. Una austera emoción hacía levantar la vista desde los techos de un color azul lechoso al gris bastión rocoso de allá arriba tremendo como el Wetterhorn sobre el Grindewald.

Más allá, en una pirámide asombrosa, se remontaban las vertientes nevadas del Karakal. Era posible que fuese, pensó Conway, la vista montañosa más terrorífica del universo, y se imaginaba la enorme tensión de la nieve y los glaciares, contra los cuales la roca desempeñaba el papel de un muro de contención gigantesco. Algún día, tal vez, toda la montaña se derrumbaría, y la mitad del frígido esplendor del Karakal se extendería por el valle.

Al otro lado, la pared montañosa continuaba descendiendo casi perpendicularmente en una hendedura que debía haber sido el resultado de un terrible cataclismo ocurrido muchos cientos de años antes. El piso del valle, confuso en la distancia, les daba la bienvenida con su exuberante verdor; abrigado de los vientos y vigilado, mejor que dominado, por el monasterio, le pareció a Conway un lugar deliciosamente favorecido, aunque, si estaba habitado, su comunidad debía estar completamente aislada por las elevadísimas e inescalables cimas del otro lado. Para llegar al monasterio sólo había un camino practicable. Conway experimentó al contemplarlo un ligero estremecimiento y pensó que los temores de Mallinson estaban bien fundados pero aquel sentimiento fue sólo momentáneo y no tardó en triunfar sobre él la profunda sensación, mitad mística, mitad visual, de haber alcanzado al fin un lugar que era el término eventual de sus desdichas.

Jamás recordó exactamente cómo llegaron él y sus compañeros al monasterio, ni con que formalidades fueron recibidos, desatados e introducidos en el recinto. El aire finísimo tenía una contextura de ensoñación, que armonizaba con el azul porcelana del cielo; a cada inhalación, a cada mirada sentía una tranquilidad anestésica que contrastaba extrañamente con la irascibilidad de Mallinson, el ingenio humorístico de Barnard y el estoicismo de la señorita Brinklow, que había adoptado el papel de una princesa de los cuentos de niños, resignada a ser devorada por un dragón.

Recordaba vagamente su sorpresa al encontrar el interior del edificio, extraordinariamente espacioso, tibio, acogedor y perfectamente limpio; pero no tuvo tiempo más que para observar estas cualidades.

James Hilton, Horizontes Perdidos

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