martes, 11 de octubre de 2016

EL DÍA EN QUE DESCUBRIERON MI DON


comenzó con un mal sueño. Yo estaba flotando en el mar y no sentía nada. A mi alrededor había otros chicos y chicas de mi edad, todos quietos, sumergidos a medias en el agua azul verdosa iluminada por la luna. Lejos, en las rocas de la orilla, nuestros padres esperaban a que terminase la ceremonia con las lámparas de aceite encendidas. Si hablaban entre ellos, desde el mar no podíamos oír sus voces. Solo oíamos el rumor incansable de las olas, estrofas que se sucedían sin descanso unas a otras, compuestas de viento y de chasquidos de espumas.
Lo terrible del sueño era la suavidad del agua, la sensación de seguridad que me invadía al sentir su abrazo envolvente. No era así como yo me había imaginado el ritual de mi primer baño de mar. Lo temía, como lo temen todos; pero al mismo tiempo lo deseaba, porque estaba convencida de que aquel baño cambiaría mi vida. No porque fuese a sufrir una transformación...
En mi aldea, las conversiones son raras; la última se produjo cuando yo tenía tan solo siete años. Aquella noche no asistí al ritual, porque aún no tenía la edad, pero mi hermano Ión me lo contó todo a la mañana siguiente, todavía conmocionado. Tara, la joven convertida, era hija de un pescador de la aldea. Yo la recordaba de un baile del verano, con una trenza rubia azotándole la espalda cada vez que saltaba con los brazos en jarras y la falda azul volando alrededor de sus piernas algo regordetas, enfundadas en unas bonitas medias caladas. Lo que más le había impresionado a Ión eran los gritos de la chica mientras la parte inferior de su cuerpo se metamorfoseaba en una esbelta cola de escamas rojas como rubíes. El don de Tara resultó ser el de la compasión, de ahí el color. Como establece la ley de las siete hermandades, nunca regresó al pueblo.
Yo no esperaba una conversión como la de Tara, ni la deseaba tampoco. La vida en las aldeas de pescadores es dura, pero al menos es una vida. En la corte, nadie es dueño de su tiempo ni de su destino. Allí se acude para servir, no para divertirse. Eso es algo que todo el mundo sabe.
No quería la conversión, pero anhelaba sentir el agua del mar sobre mi piel, el hervor de la espuma alrededor de mis cabellos. Desde pequeña deseaba sentirlo. A veces acompañaba a mi padre cuando se iba de pesca y le pedía que me dejase tirarme al agua para saber lo que era aquello. Mi padre me recordaba la prohibición, pero yo no me rendía. Insistía hasta que mi padre perdía la paciencia.
—Ya verás cuando cumplas los diecisiete años, Kira —me dijo una vez—. El día de tu ritual no sabes cómo voy a reírme. Cuando la dama instructora tenga que empujarte al agua porque el temblor de tus piernas no te deje ni dar un paso... Ese día aprenderás lo que es el mar y dejarás de tontear con él. Te pasará lo que a todos, que no querrás volver a darte un baño de agua salada en toda tu vida.
Y es cierto que les pasa. Mi madre no ha vuelto a bañarse en el mar después de su ritual, y mi padre, aunque sale a pescar todas las tardes, prefiere perder una buena captura a tener que hundir las manos en el agua para desenganchar una red. Así es todo el mundo en la aldea. No comprenden el mar, lo temen.
Yo no. Desde siempre he querido sentirlo, notar cómo mi cuerpo flota en sus aguas casi despojado de su peso, igual que en las viejas historias que cuentan los ancianos. Por eso el sueño fue tan decepcionante. Estaba en el mar y era como estar en tierra. Ni mi cuerpo ni mi mente experimentaron la más leve agitación. Todo era sencillo, gris..., sereno. Durante el desayuno bajo la carpa blanca, nos enteramos de que aquel había sido un sueño inducido por una de las instructoras de la hermandad de Plata. Todos lo habíamos tenido, yo no era la única. El objetivo del sueño era tranquilizarnos e infundirnos valor para la ceremonia que iba celebrarse por la noche. Se trataba de nuestro último día de instrucción antes del ritual.
Sin embargo, mi sueño no había sido exactamente igual al de los otros. En él sucedía lo mismo que en los demás sueños, pero los sentimientos que lo acompañaban eran distintos. Silva, Elda, Enet y todos mis otros compañeros se habían sentido reconfortados por lo que habían sentido mientras dormían. Yo, en cambio, me sentía decepcionada, inquieta.
Idud, la dama verde que nos había preparado durante las tres semanas de instrucción anteriores al ritual, vino a hablar conmigo cuando me dirigía con los demás a probarme la túnica de hilos de plata para la ceremonia.
—Hemos notado que no has dormido bien esta noche —me dijo clavando sus hermosos ojos de color miel en los míos—. Todas las instructoras estamos preocupadas.
—¿Cómo saben que no he dormido bien? —pregunté incómoda—. No se lo he contado a nadie.
—Yo lo noté, Kira. Tengo el don de la percepción, ¿recuerdas? El sueño de vísperas que tejió para vosotras Yedara, la dama de plata, no funcionó contigo. En lugar de tranquilizarte, te ha puesto nerviosa. Ha sido una decepción para ti. No intentes negarlo, puedo leerlo en tus ojos.
Estábamos de pie en la entrada de la carpa de los espejos, donde los demás ya debían de haber empezado a probarse las túnicas ceremoniales. El aire olía a yodo y a sal, porque el campamento de instrucción se hallaba en la cima de un acantilado que se desploma a pico sobre el mar.
—No tengo la culpa de sentirme como me siento —dije yo a la defensiva—. Eso no significa que vaya a fallar en el ritual. Intentaré hacerlo lo mejor posible.
—De eso no tengo ninguna duda, muchacha. Te he estado observando durante las meditaciones. Tienes mucha capacidad de concentración, eres trabajadora y perfeccionista. Pero hay algo dentro de ti que te frena. Es como si tuvieras miedo de ser mejor que los demás. Como si te sintieras culpable.
—Nunca he sido mejor que los demás. Al contrario, pregúntenle a mi madre. Aunque supongo que no hará falta. Ya se habrán informado...
—Siempre lo hacemos.
—Entonces sabrán que nunca he sido lo que se dice una hija perfecta.
La dama me miró con la cabeza ladeada. La brisa agitaba muy levemente su pesado vestido de terciopelo verde, y había desprendido dos mechones brillantes como el azabache de su moño, recogido con sartas de perlas.
—Sabemos que has intentado adaptarte, y que no siempre lo has conseguido. Sabemos, por ejemplo, que odias las fiestas del solsticio de invierno porque durante siete días te impiden escaparte a las rocas a mirar las olas. Sabemos que te aburren los juegos de naipes y las charlas interminables al amor de la lumbre; que prefieres encerrarte en el desván con los viejos libros que le compraste a un buhonero ambulante, gastándote en ellos el dinero que deberías haber reservado para unos zapatos de fiesta.
—¿Eso quién os lo ha contado? Ni siquiera mi padre lo sabe. Mi madre se lo ocultó para evitar un disgusto.
—Nosotras lo sabemos todo, Kira. Las siete hermandades están para eso, para estudiar todo lo que sucede en Hydra. Solo de ese modo podemos protegeros y proteger la magia sagrada de la isla.
—No creo que mis problemas con mis padres sean una amenaza para la seguridad de Hydra.
—Ni nosotros tampoco. Pero aun así debemos permanecer vigilantes. Aunque no lo parece, todavía estamos en guerra, muchacha, en guerra con un país mucho más grande y poderoso que el nuestro. Si no fuera por el celo de las siete hermandades, Hydra habría caído hace ya mucho tiempo.
—La tregua dura ya más de seis años...
—Pero es solo una tregua, Kira. Tenemos al hermano de su rey, esa es la única razón por la que no nos atacan. Pero Edan no nos servirá de escudo eternamente. Hay muchos en Decia que son partidarios de intentar un nuevo asedio, aunque eso le cueste la vida a su próximo Gran Maestre.
—No estoy muy al tanto de la política de Decia. De todas formas, no veo qué tiene que ver conmigo, o con el ritual.
—Tiene mucho que ver. Necesitamos sangre fresca en las hermandades. Los últimos años han sido terribles para nosotros; apenas hay conversiones. Y por tu reacción al sueño... las otras instructoras y yo creemos que tú podrías tener posibilidades.
Miré a la dama sin entender nada.
—¿Por el sueño? Yo creía que lo había hecho mal...
—No has reaccionado como reaccionan los demás. Eso no es un crimen, Kira, pero podría ser un síntoma. Un síntoma de que tú eres diferente.
Me eché a reír, incrédula.
—¿Creen que tengo un don? En mi familia nunca ha habido conversiones. La última de mi aldea fue hace diez años.
—¿Te da miedo pensar que el próximo caso podrías ser tú?
Yo misma me había hecho esa pregunta cientos de veces durante las semanas de instrucción.
—Creo que no. Creo que no me daría miedo —dije con sinceridad—. Quiero decir... sé que las obligaciones de los miembros de la hermandad son muy duras, que se les exige mucho. Pero, por otro lado..., siempre me he preguntado cómo sería.
La dama me observó pensativa.
—¿Lo ves? En eso tampoco eres como los otros. En fin, quizá nos estemos engañando. En todo caso, las otras instructoras y yo pensamos que debíamos prevenirte. No te asustes si sucede, Kira. No es doloroso, aunque la primera vez algunas personas confundan lo que sienten con dolor. Supongo que dentro de un rato irás a reunirte con tu familia para el banquete de despedida.
—Va a venir mi hermano a recogerme. Mi madre estará preparando los pasteles de cordero con almendra que siempre me hace por mi cumpleaños.
La dama asintió.
—Solo una última cosa, muchacha. Puede que, en tu caso, la despedida no sea solo un nombre que se le da a esa comida por costumbre. Puede que sea una despedida real.
Sentí un vacío en el estómago al comprender que la instructora hablaba en serio.
—Lo tendré en cuenta —dije—. Por si acaso.
—Hazlo, Kira. Yo no lo hice, no me despedí de ellos verdaderamente. Nunca se me pasó por la cabeza que jamás volvería a verlos. No sabes cuánto me he arrepentido.
—Debe de ser muy duro —murmuré con un hilo de voz.
—Lo es. Pero si ocurre, no debes tener miedo. No estarás sola, no del todo. Los dones te separan de tus seres queridos, pero te acercan a otras personas: hombres y mujeres que comparten tu don... Una nueva familia, Kira. Tu hermandad.

Ana Alonso y Javier Pelegrín, La Reina de Cristal I

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