martes, 28 de junio de 2016

ORGULLO Y PREJUICIO


La señorita Wood, la profesora de literatura, entró en clase con sus andares apresurados y uno de sus vestidos de lana color pastel. Como siempre, iba cargada de libros y se puso de puntillas para escribir en la pizarra el título del tema del día.
Dedicaba cada viernes a monográficos sobre autores o épocas literarias. Irene se puso muy contenta al leer que aquella clase estaría centrada en Jane Austen y su obra más reconocida, Orgullo y Prejuicio. Precisamente, acababa de terminarla y no le vendría mal tener más información para su trabajo.
Mientras la Wood se disponía a endosarles otra de sus clases magistrales, Martha bostezaba sin ningún disimulo.
—Venga, chicos. Abrid vuestros libros… y vuestros corazones —dijo alborozada, ruborizándose un poco—. Hoy vamos a hablar de una de las mejores novelas románticas que se han escrito nunca. Pero antes conozcamos a su autora, Jane Austen. Martha, por favor, lee su biografía en la página 146.
Martha no se había enterado de la petición de la profesora, inmersa como estaba en su propio universo romántico. Irene se vio obligada a atizarle una sonora palmada en la espalda para que espabilara.
—¡Venga, lee!
Jane Austen. Novelista británica, nació en 1775 en Steventon, Gran Bretaña, y murió en Winchester en 1817. Jane fue la séptima hija de una familia de ocho hermanos. Fue educada en casa por su padre, pastor protestante, y su vida en plena campiña inglesa discurrió plácidamente, sin grandes acontecimientos que…
A Irene le pareció atrevido por parte del biógrafo afirmar que la vida de la escritora había transcurrido «sin grandes acontecimientos». ¿Y qué hay de lo que pasa por la mente de una persona?
Por lo que ella sabía, a raíz de sus investigaciones en la biblioteca, Jane se había enamorado varias veces, aunque por un motivo u otro nunca llegó a casarse. De hecho, el matrimonio es uno de los temas centrales en la mayoría de sus novelas. Y no tuvo que ser nada fácil ser una mujer soltera con inquietudes artísticas en una época en la que la máxima aspiración para una chica era casarse, reflexionó.
Martha siguió recitando con voz soñolienta los detalles históricos acerca de la escritora. Austen había vivido en una etapa de cambios que había vivido en una etapa de cambios que impulsaban al mundo hacia la modernidad, como, por ejemplo, la abolición de la esclavitud, pero sus novelas estaban centradas en el entorno sencillo que siempre la rodeó.
—Gracias, Martha. Ahora vamos a leer unos capítulos de la obra. Como sabéis, Orgullo y Prejuicio cuenta los amores entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy. Este último es un rico y distinguido caballero que se resiste a sus sentimientos por Lizzy movido por el orgullo de clase, que hace que dude en emparentarse con una vulgar familia rural. Elizabeth, por su parte, lo considera un hombre altivo y mezquino, indigno de todo sentimiento. Veremos cómo llegan a superar estas dificultades. Ya os anuncio que la novela termina bien. ¡Vamos, página 11! —pidió, entusiasmada.
Un suspiro de aburrimiento colectivo se propagó por el aula. Las clases de los viernes se hacían muy cuesta arriba, con todas las alegrías y planes para el fin de semana a las puertas.
Irene fue repasando con el dedo los fragmentos que señalaba la profesora con su voz aguda. Curiosamente, la edición que Peter Hugues le había prestado también estaba llena de comentarios manuscritos por los mismos lectores enigmáticos que la habían ayudado a entender mejor a Murakami.
En esta ocasión, el lector de la pluma se había limitado a subrayar algunos párrafos y a poner signos de interrogación o exclamaciones al lado. Irene se identificaba con él y le parecía que conectaba con el hilo de sus pensamientos a través de aquellas sencillas anotaciones. Cuando él subrayaba, ella no podía dejar de admirar algún diálogo o idea notable que quizá sin su ayuda le habría pasado por alto.
En cambio, el lector del lápiz seguía con aquellas observaciones misteriosas que tenían a Irene tan intrigada. Estaba casi segura de que se trataba de un alumno de Saint Roberts. Quizá incluso estaba sentado cerca de ella en aquel momento, ajeno a todo, mientras Irene leía sus notas.
Algunas la hacían reír:
Personajes inolvidables. Lenguaje contenido. ¿Cómo demonios podían saber lo que sentía el otro si no dejaban de intercambiar más que cortesías? Si alguna vez viajo en la máquina del tiempo, recordar que NO quiero vivir en Inglaterra en la época de Jane Austen.
Otras, como la de la última página de la novela, le hacían desear conocer algún día a su autor:
Y colorín colorado… al final triunfa el amor. ¿Por qué será que el «para siempre» ya no está de moda? Si alguna vez viajo en la máquina del tiempo, recordar que SÍ quiero vivir en la Inglaterra de Jane Austen.
Irene sonrió involuntariamente al releer aquel último comentario. Se imaginó a sí misma a finales del siglo XVIII en un baile de sociedad como los que relataba Jane Austen en sus libros, vestida con sedas y tules y rodeada de la luz mágica de cincuenta candelabros de plata. Algún caballero distinguido, su Fitzwilliam Darcy particular, la sacaría a bailar, y ella volaría en sus brazos alrededor del salón. El caballero era alto y delgado, tenía los ojos azules, de un tono pálido y melancólico, y el cabello castaño claro ondulado estaba salpicado por algunas canas. Los dos se mirarían, reconociéndose, y perderían de vista el mundo exterior, mientras giraban y giraban por la pista.
Si alguna vez era posible viajar en la máquina del tiempo, Irene tenía claro que aquélla sería para ella parada obligatoria. Le parecía el lugar ideal para un espíritu contenido y soñador como el suyo.
Además, sería increíble conocer a Jane Austen. Le había tomado cariño a aquella escritora que le había hecho darse cuenta de que, como los protagonistas de su novela, ella también se dejaba llevar por su propio orgullo y sus prejuicios. Irene reconoció que aquellos podían ser dos obstáculos que le impedían abrirse a los demás, no sólo a Peter Hugues. Con razón la llamaban «la forastera», no sólo porque venía de otro país, sino también porque se empeñaba en construir un muro de piedra maciza que la separaba de todos. El cemento que lo mantenía en pie era su miedo a ser herida, aunque no quería que eso le sirviera más de excusa. ¿Y no habían sido sus prejuicios los que la habían llevado a herir gratuitamente a Marcelo? Ahora se arrepentía profundamente de las frías palabras que le había dedicado al pie de la escalera.
La voz de la señorita Woods, que continuaba leyendo entusiasmada los diálogos entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, la sacó de sus ensoñaciones.
—Llegó la hora del debate, chicos. Uno de vosotros tendrá que defender que Orgullo y Prejuicio es una novela actual, y dará sus razones para ello. Otro defenderá el punto de vista contrario, y luego votaremos la mejor exposición. ¿Voluntarios?
El silencio podía cortarse con un cuchillo. Todas las cabezas apuntaban hacia abajo, mirando con atención hacia algún punto entre el suelo y los pupitres.
—Muy bien, entonces seré yo quien los designe —dijo la profesora con una risita cursi—. Sarah, tú estarás en contra. Irene, tú a favor.
La forastera enrojeció hasta las orejas. Tenía verdadero pavor a hablar en público. Siempre le verdadero pavor a hablar en público. Siempre le temblaban las piernas, le fallaba la voz y al final nunca acertaba a decir nada coherente. ¡Qué mala suerte había tenido! Al instante notó cómo se le secaba la garganta y se le humedecían las manos. Trató de tomar notas mientras Sarah, una chica simpática y discreta, hablaba.
Orgullo y Prejuicio es una novela conservadora y totalmente pasada de moda. Jane Austen se limita a describir la realidad de su época sin cuestionarla. El único destino válido para una mujer a finales del siglo XVIII era casarse. Eso la novela lo describe muy bien, ¡pero ninguna de las protagonistas se rebela! De hecho, el final feliz en el que varias de las hermanas Bennet terminan casadas con sus príncipes azules es la prueba de que la escritora admite aquella realidad sin buscar alternativas. Por tanto, yo creo que el libro ya no está vigente, porque la vida de las mujeres en el siglo XXI, por suerte, es muy diferente.
Se oyeron susurros y comentarios aprobatorios a media voz, sobre todo por parte de las alumnas.
Y entonces llegó el turno de Irene. Se puso de pie frente a su mesa, balbuciendo, y trató de rebatir sin demasiado éxito las contundentes razones que había dado Sarah. Mientras manoseaba con nerviosismo su libro, recordó el comentario del lector enigmático acerca del triunfo del amor.
—Estoy de acuerdo en que la novela puede parecer conservadora, pero creo que si la leemos con atención, veremos que la ironía de la autora es su arma, su forma de rebelarse. Fijaos en la primera frase:
Es una verdad generalmente admitida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, debe tomar esposa.
—Creo que, aquí, Jane se está riendo sutilmente de la gente que dice «grandes verdades» —siguió— y también de la época que le tocó vivir. ¡Es una declaración de principios oculta! Además, Orgullo y prejucio no está pasada de moda, porque habla de sentimientos universales en los que todos nos reconocemos. El pudor de sentir que uno no encaja en el mundo del otro porque se cree inferior o diferente, los malentendidos al interpretar los sentimientos de los demás… Y, sobre todo, el triunfo del amor en mayúsculas, capaz de vencer todos los obstáculos. Es verdad que actualmente vivimos al día y está de moda lo momentáneo, lo efímero, pero ese amor sigue existiendo… ¡Tiene que seguir existiendo!
Irene pronunció aquella última frase casi con tono de súplica. Se había dejado llevar, y media clase la miraba con la boca abierta. La señorita Wood aplaudió con las puntas de los dedos y la felicitó por su brillante exposición.

Rocío Carmona, La Gramática del Amor

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