lunes, 23 de mayo de 2016

LAS AVENTURAS DEL CABO ALONSO QUIJANO Y SU COMPAÑERO SANCHO


Un sol gris y triste entraba por las tristes ventanas de la triste casa de Alonso, y es que en realidad su casa era así. Una vieja casona de una familia de alcurnia venida a menos con el paso de los años, terratenientes que vendieron sus tierras para permitirse lujos que no podían pagar, y que, al final, se quedaron sin tierras y sin lujos, solo la casa quedó como recuerdo de una pasada época.
Vivía en ella, como heredero de aquella estirpe perdida en el tiempo, D. Alonso Quijano, hijo mayor y estropeado, tanto o más que la propia casa, y venía a guisarle y limpiar, a modo de asistenta, una sobrina suya. D. Alonso no era rico, trabajaba para ganarse la vida, y, como de chico siempre gustó de leer novelas de policías y ladrones y ver series de televisión del  mismo tema, vio cumplido su sueño al convertirse en policía municipal de aquwl pequño pueblo. Era alto y espigado, con la barba blanca, y, como consecuencia de no tener más que huesos y pellejos, cada vez que se ponía el uniforme, parecía que se lo habían prestado, porque sobraba tela por todos los lados, aunque eso sí, la placa, la pistola y los zapatos brillaban como si los hubieran estado puliendo todo el día, cosa que no andaba muy lejos de la realidad.
Tras desayunarse, como todas la mañanas, un vaso de leche y dos galletas Marías, salía Alonso con su oxidada bicicleta camino de la casa de su eterno compañero, el policía Sancho, que era quien tenía carnet y guardaba el coche de la policía, y es que además Sancho vivía al lado de la comisaría, con lo que mataba dos pájaros de un tiro. Tras despertar a todo el pueblo con los destartalados sonidos que emitía el artilugio que lo transportaba, Alonso llegaba a la plaza donde vivía Sancho, y con una gruesa cadena, que pesaba más que la propia bici, encadenaba esta a la reja de la casa de su amigo.
                —¡Vamos, Sancho, salga ya, que son las ocho! —Le gritaba el cabo mientras aporreaba la puerta de la casa.
                —¡Y a voy, ya voy, mi cabo! —Se oía desde el exterior decir a Sancho.
                Al abrirse la vieja puerta de la casa, se asomó un hombre bajo y orondo, con gesto bonachón y tez rosada. Vestía también traje de policía, que, al contrario de su compañero, daba la impresión de andar escaso de tela, y es que la barriga de Sancho parecíase más a la barriga sujeta por cellos de un tonel.
                —Mire usted, mi cabo, que no sé por qué tiene siempre tanta prisa, si en este pueblo nunca pasa nada, y hoy… ni tan siquiera tenemos mercadillo. Ni desayunar como Dios manda, he podido. —Salió farfullando el bueno de Sancho, mientras le daba pellizcos a una torta de manteca que llevaba bajo el brazo.
                —Pero, que dice usted, buen hombre, tenemos un compromiso con la sociedad. —Contestó Alonso con gesto adusto—  Nuestro uniforme es un recuerdo de nuestro deber para con las gentes honradas de este pueblo. ¿Acaso lo ha olvidado, amigo Sancho?
                Sancho lo miraba con los ojos como platos, mientras daba buena cuenta del trozo de torta que aún le quedaba.
                —Siempre está usted igual, mi cabo… ¡Vale, vale, cojamos el coche y vayamos a…! ¿a dónde? Si la oficina no la abren hasta las diez porque no va nadie, pero, usted, cabezota…
                —No, no, nada de oficina; hoy iremos a ese garito infame donde se reúnen todos los días esas gente de sospechoso comportamiento, que suelen andar con el rostro tapado.  
                —Pero, mira, que es usted fantasioso —Le decía Sancho, mientras abría la puerta del desvencijado 4L de la policía— Pero, ¿cuántas veces le he dicho que al bar de Paco no van más que gente de campo, que se cubre la cara con una braga, porque en invierno, a estas horas, hace un frío de mil demonios?
                —¡Pamplinas! Si no fuera por mi instinto, este pueblo sería un nido de ladrones y delincuentes de la peor calaña. ¡Iniciativa, Sancho, hay que tener iniciativa!
                El pequeño utilitario circulaba ladeado por las estrechas callejuelas, debido en gran parte al notable peso de su conductor, mientras que su liviano acompañante, iba con la cabeza fuera escrutando puertas y ventanas con inusitado interés. Al llegar a una pequeña plazoleta que estaba muy cerquita, el bueno de Sancho aparcó frente a un local con una puerta de cristal oscuro, del mismo color que las ventanas que la flanqueaban. Sobre ella un pequeño rotulo rezaba “Café Casa Paco”.
                —Bien; pasemos dentro, amigo Sancho, quiero ver de primera mano que se cuece hoy en este antro de mafiosos.
                Sancho puso los ojos en blanco y, diciendo para sus adentros “ya estamos como siempre”, se bajó del coche y siguió a Alonso hasta el interior del bar.
                Al abrir la puerta del local, lo primero que sentías era la bofetada de calor que emanaba de aquel lugar. Aunque era temprano, el local estaba casi lleno, salvo una o dos mesas libres, si acaso. Era un sitio acogedor: la barra y el mobiliario de madera de pino; el suelo de terrazo oscuro, eso sí, muy desgastado; las paredes de un color parecido al estuco, donde había colgadas multitud de fotos de gente que debió ser alguna vez cliente del bar. Tras la barra, unas enormes estanterías repletas de botellas, copas, vasos. Tazas, y, en medio, una vieja cafetera de cuatro brazos renegrida por el paso de los años. Apoyado en la barra y secando unos vasos, estaba Paco, el dueño e hijo del fundador de aquel lugar. Tenía un aspecto un tanto desaliñado con la camisa por fuera y cara de pocos amigos, pero Sancho, que lo conocía bien, decía que era una buena persona.
                —¡Buenos días, Paco! —Le dijo Sancho nada más verlo— Ya veo que la mañana está animada.
                —Ya lo creo, Sancho; el autobús que va a la ciudad se averió y esta gente está esperando que les manden otro, ¡bien por el negocio! —Paco se quedó mirando a Alonso, que venía tras Sancho, con el ceño fruncido— ¿Qué vais a tomar?
                —Un vaso de agua. —Respondió rápido Alonso— Estamos de servicio y no podemos tomar alcohol ni nada que afecte a nuestro correcto compartimiento ni a nuestro rendimiento policial.
                Sancho se puso la mano en la frente y bajo la cabeza, mientras veía como Paco abría más los ojos y emitía una especie de bufido.
                —A mí ponme un café de esos que tú haces. —Dijo guiñándole un ojo y dándole a entender que quería un carajillo de esos que se tomaba por las noches y que tanto le gustaban.
                Ambos se sentaron en unos taburetes, y, mientras Sancho paladeaba su café de buen grado, Alonso oteaba una por una a todas las personas que se encontraban en el bar. Quedóse mirando unos instantes a los hombres que estaban jugando a las cartas en una de las mesas, y con un disimulo, que no disimulaba nada, se acercó al oído de Sancho.
                —¡Fíjate bien en los de esa mesa, Sancho, los que juegan a las cartas! Por el énfasis que ponen, podría asegurar que es una de esas partidas en las que se juegan grandes cantidades de dinero, es posible que la hacienda propia, y quién sabe si el honor de alguna esposa… ¡Mala gente…!
                Sancho lo miraba con cara de circunstancias, sino fuera porque ya lo conocía de años, cualquiera hubiera dicho que se estaba volviendo loco, pero la realidad no era muy distinta: él pensaba, desde el primer día que lo conoció, que aquel buen hombre había perdido parte de su juicio hacía ya mucho tiempo.
                 —Pero, por Dios, mi cabo, que son pensionistas que se están jugando el café y la copa, mientras llega el autobús; si entre los cuatro que hay en esa mesa juntan más años que las pirámides del Egipto ese…
                —¡Bueno, bueno…! ¡Usted es que lo ve todo normal; pero, claro, cómo no goza de mi innata perspicacia… qué se le va a hacer!
                En eso que se abrió la puerta y entró un chico joven con un par de cajas al hombro. Sin mediar palabra, se fue al otro extremo de la barra. Nada más verlo, Paco hizo lo propio y fue a esperarlo por la parte de dentro. El chico abrió una de las cajas con un cúter y le mostró el contenido al hostelero. Este asintió dándole conformidad y se dirigió a la caja registradora a por dinero.ç
                —¿Se ha dado cuenta, Sancho? Cajas sin marca, dinero en efectivo, una transacción rápida. Solo puede significar una cosa: drogas. Ya le dije que no me gustaba nada este sitio, y mucho menos su dueño.
                —Vera, usted, mi cabo, —dijo Sancho con cara de desesperación— ese chico se llama Manuel y viene todos los miércoles; es el representante del café molido que gasta Paco y no creo que…
                —¡Lo ve, lo ve! ¡Se lo dije! Los contrabandistas utilizan el café para ocultar la droga evitando así que los perros puedan detectarla, y. además…¡Mire, mire…!
                El chico sacó de una de las cajas otra más pequeña dentro de la cual iban cientos de pequeños sobrecitos blancos, y se la dio a Paco.
                —¡Alto ahí! ¡Quiero ver que en esos sobres! —Dijo Alonso dirigiéndose a los dos hombres con gesto serio.
                Paco, que ya conocía a Alonso de algún otro lío, no lo dudo y le ofreció la caja al policía.
                —¡Claro, cómo no! Coja usted uno, dos o los que quiera
                Alonso cogió uno y lo rompió por un pico, se humedeció el dedo y, tras mojar en el interior, se lo llevó a la boca para paladearlo.
                —¿Azúcar? —Dijo Alonso sorprendido.
                —¡Pues, claro, tonto, qué se creía! Me regalan un kilo en dosis por cada cuatro de café…
                Consciente de la metedura de pata, Alonso volvió a su taburete y se sentó nuevamente con su compañero, que trataba de ocultar su risa con la cabeza vuelta por lo allí presenciado. No contento aún, Alonso seguía escrutando a las personas que allí estaban y reparó en una de ellas.
                —¡A sus once, Sancho! Fíjese en el caballero de la mesa del fondo, lleva puestas unas gafas de sol y parece que no mira a ningún sitio concreto; podría tratarse de un terrorista.
                —¡Y dale! —Respondió Sancho— Pero, ¿qué le pasa a usted esta mañana? ¿no ve que el pobre hombre es ciego? Si tiene hasta el perro lazarillo sentado junto a la silla.
                Parecía que al fin el pobre Alonso iba a darse por vencido y relajarse un poco, cuando al final del bar, en la última mesa, descubrió a dos hermosas mujeres que a todas luces tenían toda la pinta de ser señoras de vida alegre, por su exceso de maquillaje y la escasez de tela en las prendas que vestían. Alonso quedó prendado de ambas mujeres, y no pudo por menos que comentarlo con su compañero.
                —¿Ha visto a esas hermosas damas, amigo Sancho? Es raro ver aquí a semejantes bellezas… ¡Qué clase y categoría desprenden…! ¿Qué podrán hacer aquí?
                Sancho se rascaba la cabeza y miraba a su compañero con perplejidad. ¿Qué le pasaba a ese hombre que era incapaz de ver la realidad?
                —Mire usted, mi cabo, que a mí me parece que son prostitutas.
                —¡Qué va, hombre, qué va!  —Dijo Paco metiendo baza en la conversación, que en ese momento estaba recogiendo la taza de café de Sancho— ¡Esas dos son putas!
                —¡Pero, qué dicen ustedes, par de desgraciados! ¡Pero, cómo pueden hablar así de esas hermosas mujeres, que a todas luces deben de ser de alta cuna! Ahora mismo me acercó a ellas para ver si necesitan algo. —Replicó Alonso.
                Dicho esto, con la barbilla levantada y gesto altivo, el bueno de Alonso se dirigió caminando entre las mesas en dirección de las dos mujeres ofreciendo la mejor de sus sonrisas. Ellas lo miraban un tanto cariacontecidas, conforme lo veían acercarse. Tan inmerso iba Alonso en la contemplación de aquellas dos bellas damas, que no se percató de que pasaba al lado del perro lazarillo de aquel ciego que había visto, y le daba un pisotón de envergadura en el rabo del pobre animal. El perro, al sentir la punzada de dolor, se revolvió instintivamente y le arreó un bocado en la pantorrilla al despistado cabo, que aulló como si fuera un lobo y comenzó a dar saltos a la pata coja como si fuera un loco.
                —¡Auuuh, auuuh! —Chillaba Alonso.
                —¡Ya estamos como siempre!, si me extrañaba a mí… —Rezongó Sancho desde su taburete al ver dar saltos a su compañero.
                Mas no acabó ahí la cosa, porque Alonso en vez de detenerse por sí solo, perdió el equilibrio y fue de cabeza contra las dos mujeres. Para no matarse contra ellas, no tuvo más remedio que lanzar sus hacia delante para así frenar, con la mala fortuna de poner sus manos en los protuberantes pechos de cada una de ellas. Al unísono, y como si tuvieran un resorte, ambas mujeres soltaron sus puños contra el cada vez más cercano rostro de Alonso, dándole una un puñetazo en la nariz que comenzó a sangrar, y la otra en el ojo, que rápidamente empezó a tornarse de color violeta. Noqueado y cojitranco, Alonso se fue para atrás, perdiendo definitivamente el equilibrio y cayendo de espaldas en una de las mesas, en la que acababan de servir unos cafés, se los echó por encima al partirla en dos. La tranquilidad de la cafetería se tornó en un guirigay de insultos en torno a la especie de mele que se había formado alrededor de Alonso.
                —¡La madre que lo parió! —Gritaba Paco—Si ya sabía yo que me la iba a liar… ¡Maldito chalado!
                —¡Ya voy, mi cabo! ¡Paso a la autoridad! —Gritaba Sancho, intentando abrirse paso entre el montón de gente que allí se había arremolinado.
                Al final, entre voces e improperios, el bueno de Sancho consiguió sacar de allí como pudo al malogrado Alonso, con la nariz rota, un ojo a la funerala y un bocado en la pantorrilla. Lo subió al coche y con la sirena encendida, más por no oír los quejidos de este que por otra cosa, se marchó camino de la Casa de Socorro para que pudieran restañar un poco a su querido cabo.
                Pero eso…, eso ya es otra historia.

Inés Herrera Mesas

PREMIO RECREA TU QUIJOTE IES OCTAVIO CUARTERO 2016 CATEGORÍA ESO
GANADOR DEL CERTAMEN LITERARIO “POR QUÉ LEER A LOS CLÁSICOS”

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