sábado, 31 de diciembre de 2016

FELIZ AÑO NUEVO


Otro año que se va. Los tantos que se fueron
nos dejaron un verbo repetido
con significados diferentes
y el mapa de un tesoro que no está en ningún mapa,
conversaciones lentas y el silencio,
y luces que se apagan y sombras que se encienden,
y el vagar de alma en pena por el alma
de lo que no supimos expresar.
Otro año, mi vida. Y nosotros buscando
la llave que nos cierre la puerta del pasado
para estar en el tiempo,
que nunca es el ayer sino el enigma,
que nunca es regresar sino perderse.

Felipe Benítez Reyes


viernes, 30 de diciembre de 2016

SECRETOS EN LA NIEVE


Adara tenía una provisión secreta de sonrisas, pero solo las gastaba en invierno. Estaba deseando que llegara su cumpleaños, y con él el frío. Y es que en invierno era una niña especial.

Lo sabía desde que era muy pequeña y jugaba con los demás en la nieve. El frío nunca le había molestado como a Geoff, a Teri y a sus amigos. A menudo se quedaba sola fuera de casa durante horas después de que los demás se hubieran marchado en busca de calor, o de que se hubieran ido a casa de Laura la Vieja a comer la sopa de verdura caliente que le gustaba preparar a los niños. Adara buscaba un escondite en un rincón alejado de los campos, un lugar distinto cada invierno, y allí construía un alto castillo blanco, colocando la nieve con las manos descubiertas y dándole forma de torres y almenas como las que Hal solía describir cuando hablaba del castillo del rey en la ciudad. Arrancaba carámbanos de las ramas inferiores de los árboles y los usaba a modo de agujas, barrotes y garitas, repartiéndolos por todo el castillo. A menudo, en pleno invierno, todo se deshelaba por un breve espacio de tiempo y volvía a helarse de repente, y de la noche a la mañana su castillo de arena se convertía en hielo, duro y resistente como ella se imaginaba los castillos de verdad. A lo largo de todo el invierno ampliaba el castillo, y nadie se enteraba. Pero siempre llegaba la primavera, y con ella un deshielo al que no le seguía ninguna helada; entonces todas las murallas y los muros se derretían, y Adara empezaba a contar los días que faltaban para su cumpleaños.

Sus castillos invernales casi nunca estaban vacíos. Con la primera helada de cada año, las lagartijas de hielo salían de sus madrigueras, y los campos se llenaban de diminutas criaturas azules que corrían como flechas de un lado a otro, pasando por encima de la nieve sin que pareciera que la tocaban. Todos los niños jugaban con las lagartijas de hielo. Sin embargo, los demás eran torpes y crueles, y partían en dos a los frágiles animalitos, rompiéndolos entre sus dedos como podrían romper un carámbano colgado de un tejado. Incluso a Geoff, que era demasiado bueno para hacer algo semejante, a veces le picaba la curiosidad y sostenía las lagartijas demasiado tiempo mientras las examinaba, y el calor de sus manos las derretía y las quemaba hasta matarlas.

Las manos de Adara eran frías y suaves, y sostenía las lagartijas todo el tiempo que quería sin
hacerles daño, lo que siempre empujaba a Geoff a hacer pucheros y preguntas airadas. A veces se tumbaba en la nieve fría y húmeda y dejaba que las lagartijas se arrastraran por encima de ella; disfrutaba con el suave roce de sus patas cuando le pasaban rozando por la cara. A veces llevaba lagartijas de hielo escondidas en el pelo mientras hacía sus tareas, aunque tenía mucho cuidado de no meterlas en casa, donde el calor de la lumbre las mataría. Siempre recogía las sobras cuando su familia acababa de comer, las llevaba al lugar secreto donde estaba construyendo su castillo y las esparcía allí. De modo que los castillos que construía estaban llenos de reyes y cortesanos todos los inviernos; pequeñas criaturas peludas que salían del bosque, pájaros invernales con el plumaje blanco y cientos y cientos de lagartijas de hielo que se retorcían y se movían con gran esfuerzo, frías, rápidas y gruesas. Adara prefería las lagartijas de hielo a cualquiera de las mascotas que su familia había tenido a lo largo de los años.

Pero al que de verdad quería era al dragón de hielo.

          No sabía cuándo había sido la primera vez que lo vio. Le parecía que siempre había formado parte de su vida, una visión atisbada en pleno invierno, atravesando velozmente el cielo glacial con sus alas serenas y azules. Los dragones de hielo eran poco comunes, incluso en aquel entonces, y cada vez que se dejaban ver, todos los niños señalaban con el dedo asombrados, mientras los mayores murmuraban y sacudían la cabeza. Cuando los dragones de hielo se acercaban a la tierra era señal de que se avecinaba un invierno largo y gélido. La gente decía que la noche que Adara había nacido se había visto un dragón de hielo volando a través de la cara de la luna, y desde entonces se había visto cada invierno; esos inviernos habían sido terribles, y cada año la primavera había tardado más en llegar. De modo que la gente encendía lumbres y rezaba y confiaba en que el dragón de hielo no se acercara, y eso llenaba de miedo a Adara.

                Pero nunca daba resultado. Cada año el dragón de hielo regresaba. Adara sabía que iba por ella.

El dragón de hielo era enorme, la mitad de grande que los escamosos dragones de guerra verdes que montaban Hal y sus compañeros. Adara había oído leyendas sobre dragones salvajes más grandes que montañas, pero no había visto ninguno de esas dimensiones. Desde luego el dragón de Hal era bastante grande, cinco veces mayor que un caballo, pero era pequeño comparado con el dragón de hielo, y además feo.

El dragón de hielo era de un blanco cristalino, ese tono blanco tan intenso y frío que casi es azul. Estaba cubierto de escarcha, de modo que cuando movía la piel, esta se rompía y crujía como cruje la capa de hielo de la nieve bajo las botas de un hombre, y se caían copos de escarcha.

Sus ojos eran claros, profundos y fríos.

Sus alas eran enormes y se parecían a las de un murciélago, teñidas de un pálido azul transparente. Adara podía ver las nubes a través de ellas, y a menudo la luna y las estrellas, cuando la bestia revoloteaba trazando círculos de hielo por los cielos.

Sus dientes eran carámbanos, una hilera triple, lanzas dentadas de tamaño desigual cuyo blanco contrastaba con sus fauces azul oscuro.

Cuando el dragón de hielo batía sus alas, soplaban vientos fríos, la nieve se arremolinaba y se movía deprisa, y el mundo parecía encoger y temblar. A veces cuando una puerta se abría en el frío invierno empujada por una súbita ráfaga de viento, el propietario corría a cerrarla y decía: —Un dragón de hielo vuela cerca.

Y cuando el dragón de hielo abría su gran boca y espiraba, no era fuego lo que salía de ella, el hedor ardiente y sulfuroso de los dragones menores.

El dragón de hielo escupía frío.

Cuando respiraba se formaba hielo. El calor desaparecía. Las lumbres se consumían y se apagaban, castigadas por el frío. Los árboles se helaban hasta sus almas pausadas y secretas, y sus ramas se volvían quebradizas y crujían a causa de su propio peso. Los animales se volvían azules, gemían y se morían, con los ojos saltones y la piel cubierta de escarcha.

El dragón de hielo escupía muerte al mundo; muerte y silencio y frío. Pero a Adara no le daba miedo. Ella era una niña del invierno, y el dragón de hielo era su secreto.

Lo había visto en el cielo mil veces. Cuando tenía cuatro años, lo vio en el suelo.

Estaba construyendo su castillo de nieve, y el dragón fue y se posó al lado de ella, en el vacío de los campos cubiertos de nieve. Todas las lagartijas de hielo huyeron. Adara simplemente se quedó quieta. El dragón la miró durante diez largos segundos, antes de volver a alzar el vuelo. El viento aulló a su alrededor y a través de ella cuando el dragón batió las alas para elevarse, pero Adara se sintió extrañamente exultante.

Volvió ese mismo invierno, más tarde, y Adara lo tocó. Su piel estaba muy fría, pero se quitó el guante de todas formas. Lo contrario no había estado bien. Tenía un poco de miedo de que ardiera y se derritiera al contacto. De algún modo, Adara sabía que era mucho más sensible al calor que las lagartijas de hielo. Pero ella era especial, la niña del invierno. Lo acarició y finalmente le dio un beso en el ala que le hizo daño en los labios. Ese fue el invierno de su cuarto cumpleaños, el año que tocó al dragón de hielo.

George R. R. Martin, El Dragón de Hielo

                Ya que estamos con nieve, y frío, mucho frío, os dejo con Lament, una preciosa canción del musical Siete Novias para Siete Hermanos


OSCAR A LA MEJOR BANDA SONORA MUSICAL 1954 

jueves, 29 de diciembre de 2016

NO VOY A REVELAR MI NOMBRE,

Porque no importa. Se me podría llamar Ismael. Dudo en cómo abordar el relato de aquellos meses que cambiaron mi vida, durante el curso en el que cumplí catorce, hace la friolera de nueve años. No sé si debo hacerlo desde el momento actual o si debo, más bien, procurar recuperar la perspectiva de aquel niño que dejó de serlo. Tampoco sé a qué atenerme con respecto a una de las personas que más decisivamente han influido en mí.

Fue un ladrón especial, pues me robó, sí, pero durante años he pensado que me dio mucho más de lo que me quitó. Hoy no estoy tan seguro. Es posible que gracias a él me apartara del mal camino. No lo sé.

Su nombre sí lo voy a decir. Se llamaba Raimundo, pero le llamaban Rai, y cuando le querían fastidiar le llamaban Inmundo, chiquillada que no le amargaba la vida. Así, con i latina, ni siquiera con el adorno de una i griega, hoy más anglosajona que helénica: Rai. No es un nombre para una leyenda. Pero así es la realidad.

Porque Rai, en el instituto, fue lo más parecido a una leyenda que yo haya conocido. Una leyenda escolar, como diría mi madre, no una leyenda de fama mundial. Así que, teniendo en cuenta esa escala, el nombre de Raimundo tal vez sea el apropiado. Lo bueno, lo mejor de las leyendas, es que nunca envejecen, y lo recordaremos así, siempre joven, con esa mirada azul algo líquida y bastante irónica, muy limpia y a la vez empañada, con el pelo negro ensortijado, un fular en el cuello, un pendiente en la oreja izquierda y una leve sonrisa eterna y como congelada, que casi nunca acababa de arrancar. Los pómulos marcados, la barbilla algo afilada. Ahora lo definiría como una especie de dandi vagamente desaliñado, aunque en la época en que lo conocí nunca se me habría ocurrido tal expresión. En cuanto a su mirada, la seguiría juzgando irónica, aunque quizá no tan limpia.

Tenía tres años más que mi hermana, y mi hermana dos más que yo. Ella se llamaba Teresa, pero un poco por picarla, un poco cariñosamente, la llamaba a veces Pesadilla de Fuego.

Teresa era, por decirlo pronto, la chica más guapa del instituto. Y vaya si lo sabía. Se hacía la modesta, pero vaya si lo sabía. Y no puedo culparla, debe de resultar muy difícil no ser una creída cuando medio instituto —casualmente, la parte masculina— piensa que eres maravillosa y está babeando por ti, te invita a las fiestas, te sonríe, te habla siempre con amabilidad, te deja copiar, te presta apuntes, te manda archivos con canciones incluso sin haberlo pedido, te cuela, sueña contigo, mendiga una de tus encantadoras sonrisas, etc., etc. Claro que también es cierto que algunas chicas la envidiaban y la criticaban, generalmente sin razón, pues Teresa, con todos sus defectos, era en el fondo una persona bastante más que aceptable; y que algunos la despreciaban, como la zorra de la fábula que despreciaba esas uvas que no podía alcanzar. En fin, supongo que todo el mundo encuentra piedras en el camino, y que incluso gozar de su agraciado físico —ojos verdes, labios llenos y finamente dibujados, melena negra y brillante, piernas largas— debe de ser complicado. He leído entrevistas en las que algunas modelos se quejaban: si los hombres no hubieran estado tan encima de mí, si me hubieran dejado en paz, yo habría podido ser esto o lo otro. En lo que a mí respecta, creo que tener por hermana a la más deseada del instituto fue bastante positivo, porque contribuyó a que dejara de idealizar a las mujeres. O quizá fuese bastante negativo, porque es algo que puede volverte escéptico. Ya no hay diosas en el horizonte, y lo primero que piensas al ver en una revista una fotografía de una modelo anunciando un perfume es que seguramente come pipas y lo deja todo lleno de cáscaras chupadas, o que hay calcetines sucios desperdigados por el suelo de su cuarto, o que nunca se lleva la mano a la cartera porque da por hecho que a ella hay que invitarla. En fin, no sé.

Pese a la diferencia de edad, sigo creyendo que yo también fui, de alguna manera, muy importante para él. Recuerdo la primera ocasión en que le vi. Fue al pasar del colegio al instituto. El instituto era un edificio del centro de Madrid con algo de historia, uno de esos nobles edificios de piedra con columnas, arcos, molduras, ventanales y techos altos, que los alumnos solo empiezan a apreciar en su justo valor cuando ya lo han dejado atrás, y no todos. Se había fundado a finales del siglo XIX. Los primeros días Ramón, Hugo y yo no nos separábamos ni para ir al baño. Estábamos un tanto asustados por el cambio, por no conocer a los profesores y, sobre todo, por estar rodeados de chicos mucho mayores por todas partes. Algunos nos parecían peligrosos, de esos que pegan una patada a tu balón o a tu mochila, te quitan el bollo o te dan un golpe con el hombro al pasar. O que hacen cosas mucho peores. Una mañana le vimos cruzar el patio en diagonal, de una esquina a otra del campo de deportes, con su guitarra en bandolera, y tuve la sensación de que el tiempo se paraba. Creo que se debió a su manera de andar, lenta pero sin pausa, al movimiento de sus brazos y piernas, a la leve inclinación de su cuerpo, la cabeza ladeada, un poco como si bailara y otro poco como si estuviera vigilante, al acecho tras su aparente tranquilidad. Bueno, como ya he dicho, fue como si el mundo se parara, como si todo se detuviera menos él, como si todo menos él quedara congelado por unos segundos. Como un felino seguro de su poder y, sin embargo, alerta, a la defensiva porque se sabe en peligro. Por supuesto no fue exactamente así, y para entender mi fascinación hay que tener en cuenta que se debía en parte a mi corta edad. Pero solo en parte. La gente le iba saludando, y él respondía a los saludos sin detenerse. Desapareció tras abrir con una llave una puerta (yo aún no sabía que era la del auditorio y que había conseguido permiso para ensayar en él, algo absolutamente excepcional), y todo volvió a la normalidad. No comenté nada a mis amigos porque estaba seguro de que ni yo me sabría explicar ni ellos me sabrían entender, y habrían despachado el asunto —al menos Ramón— diciendo que si ahora me gustaban los chicos o qué pasaba. Pero no, no tenía nada que ver con eso. Simplemente desprendía algo especial, casi mágico. Algo así como la ilusión de que es factible un mundo mejor y más justo, y a la vez más apasionante y más intenso. Eso fue un curso antes de conocerle, pues ver a alguien cruzar un patio no es conocerlo. Irradiaba un aura. Y eso lo tienes o no lo tienes.

Martín Casariego, El Juego Sigue sin Mí

PREMIO DE NOVELA CAFÉ GIJÓN 2014
PREMIO CERVANTES CHICO 1998

miércoles, 28 de diciembre de 2016

LA LEGIÓN DEL ESPACIO


IN MEMORIAM DE LA PRINCESA LEIA (CARRIE FISHER)
               
       Ayer falleció Leia, mi princesa Leia, esa princesa intergaláctica que me acompañó durante mi adolescencia.

                Recuerdo que, tras ver la primera película, uno de mis amigos comentó que la película tomaba muchos elementos de La Legión del Espacio, una novela del estadounidense Jack Williamson publicada por entregas, a modo pulp, en 1934 en Astounding Science Fiction.  Sí, que es cierto que la película tomaba elementos prestados de la novela (combates intergalácticos, héroes intrépidos, princesas en peligro, poca credibilidad científica), pero a mí ésta me recordaba mucho más a una vieja y entrañable novela de capa y espada Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, como en su momento confesó el autor añadiendo que uno de los personajes (Giles Habibula) está inspirado en el Falstaff de Shakespeare.

La novela es una space opera ligera y frenética, sobre todo en la segunda parte.

El protagonista John Ulnar, también llamado John Starr, recién licenciado en la Legión, no puede evitar que parte de su familia, secundada por los Medusas, una extraña y horripilante especie alienígena digna de Lovecraft, rapte a a la joven Aladorea Anthar, una hermosa mujer que protege el secreto del arma definitiva, el AKKA, con la cual podría destruirse todo el Sistema Solar.

Acompañado de otros tres veteranos legionarios (Giles Habibula, Jay Kalam y Hal Samdu) se lanza al rescate de la joven. La aventura les lleva a persecuciones, batallas espaciales, enfrentamientos con monstruosas criaturas, huidas de prisiones y combates desesperados (como dice Gimli, en El Retorno del Rey de Tolkien: “Certeza de muerte, mínima esperanza de éxito... ¿a què esperamos?).

                Se nota en la novela el paso de los años: el argumento predecible, los personajes unidimensionales, la trama lineal, la repetición de información, etc… Pero, vale la pena echarle un vistazo.

martes, 27 de diciembre de 2016

CARTA PARA MIS ALUMNOS SUSPENSOS


            Enviado por Ángel:

Espero que estés fastidiado por haber suspendido. Si te da igual es una mala, muy mala señal.

Siempre me preguntas lo mismo: "¿Para qué quiero estudiar si yo voy a trabajar en el campo?" o "¿Para qué quiero estudiar Lengua si voy a ser peluquera?". No sabes nada de la vida; y no lo sabes porque lo tienes todo. A pesar de que en casa no entra mucho dinero, nunca te ha faltado de nada, porque tienes unos padres que se parten el lomo por ti para que, precisamente, nada te falte: tienes tu móvil, tus sudaderas un tanto horteras, te pagan tus botellones, tus videoconsolas. De puta madre todo.

Pero la vida no tiene nada que ver con la burbuja utópica en la que os envolvemos durante toda la ESO. La vida es una putada; y no te espera, no te comprende y no te hace recuperaciones. ¿Crees que cuando vayas a echar una beca fuera de plazo te van a aceptar la solicitud? Aquí puedes traer la autorización para una excursión cuando te salga del alma, hasta te la cogemos en la misma puerta del bus: pobrecito, no se vaya a traumatizar. ¿Crees que si no llegas a la nota media del ciclo que quieres estudiar vas a entrar por tu cara bonita? No, te vas a quedar en tu casa y te vas a comer tu título de secundaria con patatas.

La vida no es la ESO, desconfía de todos aquellos que quieren que seas feliz entre los 12 y los 16. Cuando seas mayor de edad les vas a importar un pimiento: "Hicimos todo lo que pudimos, adaptamos las asignaturas que no aprobaba, firmamos compromisos educativos por su mal comportamiento, le hicimos rellenar cuatrocientas doce fichas de reflexión... no entiendo qué pudo pasar". Pasó que menos prepararos para la vida, hacen con vosotros de todo; y luego, en tu ciclo, cuando te pongan un examen de más de dos temas, no vas a tener genitales de aprobarlo. No porque seas tonto, sino porque no te hemos enseñado a estudiar, ni a esforzarte, ni a pensar. Y dejarás el ciclo y volverás a tu casa con un papel que pone que has terminado la ESO y que ya me contarás para qué te sirve. Pero los que quisieron hacerte feliz hasta los 16, hicieron todo lo que pudieron, no vayas a pedirles cuentas. Estarán liados con otra generación.

¿Qué clase de contrato vas a firmar, si no te enteras de lo que pone en los textos que leemos en clase? Cuando te des cuenta, y eso con suerte de que te contraten, habrás estampado tu firma sobre un sueldo de mierda o sobre una jornada laboral eterna. Y si no haces lo que te dicen y como te lo dicen, a la calle. No eres especial, hay treinta más como tú deseando coger ese hipotético puesto de trabajo. Hipotético significa supuesto. Supuesto, imaginado.

No te hace falta el Romanticismo para trabajar en el campo, tampoco para coger rulos, pero sí para saber que, hace doscientos años, unos cuantos tuvieron el valor suficiente para hacerles frente a las normas de una sociedad que creían injusta, con la que no se sentían identificados. Y tú, que no tienes referentes culturales, que leemos cualquier texto y, en cada línea, hay tres palabras que no entiendes porque es la primera vez que las escuchas, pensarás que hay cosas imposibles porque, simplemente, mientras rellenabas fichas de reflexión, nadie te enseñó que, antes que vuestra merced, varias generaciones ya lo habían conseguido.

Cuando te hablen desde el atril, aplaudirás como un idiota, te creerás sus monsergas; y todo porque no tienes sentido crítico. Porque nos tienen tan ocupados con la burocracia y con las nuevas triquiñuelas de cada ley educativa que nos imponen para aprobaros por la cara que ya no os enseñamos a pensar. Te echarás piedras sobre tu propio tejado sin darte cuenta, pero luego irás al bar y, en la barra, repetirás lo que quieren que repitas y, entre tus chapucillas y el paro, irás tirando.

Que no, que la vida no es como la ESO. Que estudiar asignaturas distintas te sirve para ampliar tu cultura y, con ella, tu mente. Parece mentira pero, en las mentes abiertas, es más difícil entrar. Una mente simple se conquista fácilmente, solo tiene una puerta. No puedes terminar una maratón si nunca has entrenado, por mucha capacidad física que tengas. No puedes terminar un ciclo o un bachillerato si antes no has adquirido un método y un hábito de esfuerzo y estudio.

Siéntete mal por no haber aprobado, piensa que tu futuro depende en gran parte de lo que hagas ahora. Y, a partir de enero, vas a venir aquí a dejarte la piel: vas a dejar de dormir en clase y pensar que no puedes solo porque no lo intentas; vas a demostrar que no necesitas que te bajemos el nivel, porque sabes que tienes capacidad de sobra. A partir de enero me vas a entregar todo lo que te pida y como te lo pida, porque si no, pequeño, estás perdido. No ahora, seguramente te sacarás el título. Lo sabes tú y lo sé yo.

Pero a mí me importas de verdad porque nuestra relación no se acaba cuando cumplas dieciséis, yo he firmado contigo un contrato de por vida.

Pablo Poó Gallardo

lunes, 26 de diciembre de 2016

CUANDO PAPA NOEL CAYO DEL CIELO


Durante una tremenda tormenta, el reno Estrella Fugaz se asusta y el carromato de un Papá Noel cae en la calle de una ciudad. Justo en el peor momento: quedan dos semanas para Navidad y el último Papá Noel verdadero tendrá que detener un malvado plan para acabar con los deseos de los niños. El joven Ben se atreve a llamar a la puerta. Así conoce a Nicolás Reyes, el único Papá Noel verdadero, que le cuenta cómo el Gran Consejo de la Navidad lo está acosando y persiguiendo. Este organismo está dirigido por Valdemar Duendemuerto, un Papá Noel que quiere imponer unas navidades mucho más mercantilistas con regalos más caros y que está acabando con todos los Papá Noel buenos... Pero a Nicolás Reyes poco le preocupan tales minucias. Con su reno Estrella Fugaz, con unos ángeles, con sus duendes navideños lleva ya años ocupándose de satisfacer al menos los auténticos deseos de algunos niños: él proporciona esos regalos que no se pueden comprar con dinero... ¿Hará algo Valdemar Duendemuerto para acabar con la felicidad navideña que ofrece Nicolás? Los pequeños Charlotte y Ben ayudarán a Nicolás Reyes para salvar la Navidad.

Este libro navideño de Cornelia Funke, acompañado de las entrañables ilustraciones de Regina Kehn, se ha convertido en todo un clásico. 

domingo, 25 de diciembre de 2016

CAMPANAS DE NAVIDAD


Escuché el son de las campanas en la Navidad,
que tocaban los villancicos que tanto amaba;
y las palabras se repetían:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

Y yo pensé, llegado este día,
cómo los campanarios de toda cristiandad
habían repicado sin cesar
este canto de:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

Y así, repicando, cantando,
el mundo giraba de noche a día,
una voz, un repique,
un canto sublime de:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

Pero luego, lanzando sus malditos proyectiles,
los cañones tronaron en el Sur,
y con su estruendo
silenciaron los villancicos de:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

Era como si un terremoto hubiera desgarrado
los hogares de un continente,
dejando en desamparo
a quienes habían nacido confiando:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

En mi desesperanza incliné la cabeza;
"No hay paz en la tierra", pensé;
"El odio es fuerte
y hace burla de la canción de:
"En la tierra paz y buena voluntad para con los hombres".

Entonces retumbaron las campanas con más fuerza y profundidad:
"¡Dios no está muerto; ni duerme Él!
El Mal fracasará,
El Derecho prevalecerá,
"Con Paz en la tierra y buena voluntad para con los hombres."

Henry Wadsworth Longfellow

                A continuación os dejo con el texto original de este poeta norteamericano y su versión musical:


CHRISTMAS BELLS

I heard the bells on Christmas day
Their old familiar carols play,
And wild and sweet
The words repeat
Of peace on earth, good will to men.

And thought how, as the day had come,
The belfries of all Christendom
Had rolled along
The unbroken song
Of peace on earth, good will to men.

Till ringing, singing on its way
The world revolved from night to day,
A voice, a chime, a
A chant sublime
Of peace on earth, good will to men.

Then from each black, accursed mouth
The cannon thundered in the South,
And with the sound
The carols drowned
Of peace on earth, good will to men.

It was as if an earthquake rent
The hearth-stones of a continent,
And made forlorn,
The households born
Of peace on earth, good will to men.

And in despair I bowed my head
“There is no peace on earth,” I said,
“For hate is strong
And mocks the song
Of peace on earth, good will to men.”

Then pealed the bells more loud and deep:
“God is not dead, nor doth He sleep;
The wrong shall fail,
The right prevail

With peace on earth, good will to men.”

jueves, 22 de diciembre de 2016

NAVIDAD EN CASA DE LOS CUPIELLO


Es una agridulce comedia escrita por el dramaturgo italiano Eduardo De Filippo, uno de los precursores del neorrealismo italiano, en donde la familia y la tradición dan pie a una velada de enredos y muchas risas. Esta producción del Centro Dramático Nacional la podemos ver hasta el 8 de enero en el Teatro María Guerrero de Madrid.

La fiesta de Navidad –fiesta familiar por excelencia– es la excusa de esta deliciosa comedia en la que, como en todo el teatro de Eduardo De Filippo, realidad e ilusión, tradición y memoria, conflicto social y conflicto personal, se entrelazan y difuminan las finísimas líneas que existen entre el teatro y la vida, el mundo real y lo que llamamos ficción. La directora, Aitana Galán, manifiesta sobre esta obra: "Como en todo el teatro de este gran autor, realidad e ilusión, tradición y memoria, conflicto social y conflicto personal se entrelazan y difuminan las finísimas líneas que existen entre la vida y el teatro, el mundo real y lo que llamamos ficción".

Los Cupiello son una familia napolitana que está preparando la cena de Navidad. Alrededor de la mesa se sientan el matrimonio, el tío soltero que vive con la familia y sus dos hijos, el pequeño, un niño mimado y vago, y la mayor, que está casada con un millonario al que pone los cuernos. Cada miembro de la familia cree que obra según sus deseos: la madre apechuga con todos los problemas, la hija cree amar a otro hombre distinto al marido con el que desea escapar, el hijo cree ser muy diferente al padre, y seguramente más listo, el padre cree transmitir sus valores, mientras monta un nacimiento en escena, etc……


A ellos se van uniendo a lo largo de la noche el amante de la hija, que aparece como amigo del hijo, unos vecinos entrometidos, el portero, interrumpiendo cada dos por tres, y hasta los mismísimos Reyes Magos. Con ello se analiza de forma burlona la sociedad contemporánea y se desgranan los típicos conflictos familiares, tratados con  inteligencia.


Gloria Albalate, Críspulo Cabezas, Huichi Chiu, Maria Filomena Martignetti, Daniel Moreno, Mariano Rochman, Fernando Sansegundo y Rosa Savoini forman el elenco de una obra que toma como excusa la fiesta de Navidad. 

miércoles, 21 de diciembre de 2016

EN PLENO INVIERNO OSCURO


En pleno invierno oscuro, el viento cargado de escarcha gemía al pasar.
La tierra estaba tan dura como el hierro, el agua coma la piedra.
La nieve había caído, nieve sobre nieve, nieve sobre nieve.
En pleno invierno oscuro, hace mucho tiempo.

Dios, el cielo no puede retenerle, ni la tierra sostenerle,
el cielo y la tierra huirán cuando Él venga a reinar.
En pleno invierno oscuro, un establo fue bastante.
Señor Dios todopoderoso, Jesucristo.

Los ángeles y arcángeles podrían haberse reunido allí,
los querubines y serafines abarrotaban el aire,
pero solo su madre, en su bendita virginidad,
adoró al amado con un beso.

¿Qué puedo darle, pobre como soy?
Si fuese un pastor, le traería una oveja.
Si fuese un Rey Mago, cumpliría con mi parte.
Pero algo si puedo darle, puedo darle mi corazón

Christina Rossetti
             
  El texto original:

In the bleak midwinter, frosty wind made moan,
Earth stood hard as iron, water like a stone;
Snow had fallen, snow on snow, snow on snow,
In the bleak midwinter, long ago.

God, heaven cannot hold Him, nor earth sustain;
Heaven and earth shall flee away when He comes to reign.
In the bleak midwinter a stable place sufficed
The Lord God Almighty, Jesus Christ.

Angels and archangels may have gathered there,
Cherubim and seraphim thronged the air;
But His mother only, in her maiden bliss,
Worshipped the beloved with a kiss.

What can I give Him, poor as I am?
If I were a shepherd, I would bring a lamb;
If I were a Wise Man, I would do my part;
Yet what can I give Him: give my heart.

martes, 20 de diciembre de 2016

LA PUERTA SECRETA DEL MUSEO DEL PRADO


Enviado por Isabel S. (S1C):

Álvaro, Belén, Cris y David visitan el Museo del Prado con su clase. Allí, David escucha susurrar a dos individuos muy sospechosos que las Meninas que todo el mundo admira son falsas. Esto desencadena una búsqueda por todo el museo del cuadro verdadero, antes de que los ladrones puedan sacarlo del edificio. Túneles ocultos, puertas secretas y peligrosos pasadizos serán los escenarios de este libro, que además contiene datos sobre su arquitectura y una selección comentada de algunas de las pinturas más importantes de la famosa pinacoteca.

En esta entrega, la novena, los chicos protagonistas de la saga de José María Plaza recorren la pinacoteca madrileña por dentro, por fuera y por abajo buscando la obra más conocida de la Historia del Arte Español. El propio autor ha señalado algunas veces  que  "Los  Sin Miedo son lo que en nuestra época infantil eran los amigos de Scooby Doo o Las Aventuras de Los Cinco; conecta con los chicos porque está su mundo de las primeras pandillas de amigos."

Creo que el libro es muy interesante y divertido, porque hay muchas escenas que te dejan con la intriga y con la necesidad de seguir leyendo y saber más de este grupo de muchachos.

En el libro hay algunas escenas de violencia y sangre, que no me terminan de convencer, pero en el museo hay cuadros de ese tipo. También me parece lioso y extraño el final, porque de un asunto pasa u otro totalmente distinto, aunque al final lo acabas entendiendo todo.

También recomiendo leerlo a aquella persona que quiera saber más cosas acerca del Museo del Prado, ya que a lo largo de la historia se cuentan muchas curiosidades sobre él, además de esas páginas finales, donde David nos comenta las 22 mejores obras del Museo. 

lunes, 19 de diciembre de 2016

UN ENCUENTRO


El mendigo, que sigue a su lado, come como los demás. Les sirven seis onzas de pan y tres cuartos de pinta de gachas. En realidad no es otra cosa que una especie de papilla asquerosa que resulta de cocer tres partes de avena diluida en tres cubos y medio de agua caliente. Hace esfuerzos por tragar aquello y su amigo, el pelirrojo barbudo de la horrible cicatriz, que le mira de reojo, le dice:
—Disimula las arcadas, amigo. Yo antes de venir aquí estoy dos días sin comer. Así doy el pego.
—Tú no eres uno de ellos. Eso es evidente.
—No, pero a mí no se me nota tanto como a ti. Eres español, ¿no?
—Sí.
—Ese disfraz puede engañarles a ellos, pero no a mí. Muchos de estos tipos matarían por esas botas que llevas. Las compraste en una tienda de ropa de viejo, ¿verdad?
El Desconocido asiente mirando al mendigo con cara de sorpresa.
—Pues un verdadero habitante de Whitechapel, de los que están en el arroyo, no podría pagárselas, ¿comprendes? Tu disfraz es muy mejorable.
—Ya.
—Otra cosa, amigo.
—¿Sí? —De momento, puedes engañar a esta gente con la excusa de que eres extranjero, pero tu forma de expresarte te delata.
—El inglés no es mi primera lengua, ¿recuerdas?
—Ya, ya, pero si se supone que aprendes nuestra lengua en las calles, debes hablar como se hace en las calles, ¿entiendes? Cuando te refieras a alguien dile «tío», vivir en las calles es «estar en el arroyo»…
—Tomo nota.
—Esto es «el clavo».
—¿Cómo?
—Sí, que no digas ir a un albergue. Entrar en uno de estos lugares es estar en «el clavo».
—¿«El clavo»?
—Sí, esto se llama «el clavo». Hablan de ello con desdén, detestan venir aquí pero lo hacen para descansar.
—¿Descansar?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Apenas unas horas.
—Se nota. Tienes que aprender. Mira, a ti te delata tu buena forma física, en el baño he visto que estás bien nutrido.
—Tú en cambio estás muy flaco.
—Es mi constitución, tengo suerte en eso. Además sólo como para mantener viva esta maquinaria, los placeres de la buena mesa nunca fueron algo que me sedujera. No pierdo el tiempo en cosas inútiles. La mente es lo importante, amigo. El cuerpo es sólo un pequeño soporte que te permite mantenerla funcionando. El caso es que se nota que llevas poco tiempo aquí. Un habitante del arroyo suele ser mayor que tú, no pueden acceder a un trabajo por su aspecto y su debilidad y vienen a los albergues cuando pueden para poder echar unas horas de sueño. En las calles es impensable. No se puede dormir de noche en mitad de una plaza en Whitechapel, te desplumarían en un abrir y cerrar de ojos. Pero es que por las mañanas es imposible encontrar un rincón tranquilo porque enseguida se te acerca un guardia y te dice: «Circule, circule». Por eso, cuando estos desgraciados llevan dos o tres días vagando por las calles sin dormir, vienen a uno de estos albergues, donde duermen dos noches. Ingresan, pasan un día entero trabajando en tareas para el albergue, y al día siguiente salen. Es un círculo vicioso: si están en las calles se deterioran y si están aquí no pueden buscar trabajo. Están condenados.
—Vaya, es algo terrible.
—No es de extrañar que los anarquistas y los socialistas estén haciendo su agosto en este pozo de miseria. Pero debes concentrarte en hablar en jerga, ¿entiendes?
—Sí, «el clavo». ¿Se enfadarán si no como? Los vigilantes, digo.
—Mal dicho. Se «mosquerarán».
—Sí, perdón. Se «mosquearán».
—Exacto. No te preocupes por eso, yo me como lo tuyo. Tengo hambre. Pero ojo al lenguaje. Por ejemplo, si te refieres a alguien del West End dices: «un petimetre», «un peripuesto» o «un pijo».
—Ese tío es un pijo —dice el Desconocido demostrando que aprende la lección.
—¡Correcto! Aprendes rápido. ¿Qué eres, detective? ¿Qué hace un español disfrazado de pordiosero en el East End? ¿Qué se te ha perdido aquí? Debe de ser algo muy gordo —reflexiona el mendigo.
El Desconocido mira entonces a su interlocutor con curiosidad. Contraataca:
—¿Y tú? Esa cicatriz que llevas… es látex, ¿verdad?
—Vaya, eres observador… Sí señor, una sustancia que se extrae de una planta…
—Hevea brasiliensis.
—Sabes muchas cosas, amigo.
—Tú más.
—Un español, probablemente detective… aquí… es raro… —dice el mendigo.
—Sólo conozco a un tipo capaz de disfrazarse así, como tú, y vive en Londres, curiosamente —apunta el Desconocido.
—Disfrazado, con redaños para meterse en el East End… El mejor de Europa, bueno, el segundo…
—Un tipo que conoce los bajos fondos como para disfrazarse y dar el pego… Tú eres… usted es… ¡Holmes!
—Y usted ¡Víctor Ros!

Jerónimo Tristante, Victor Ros y el Gran Robo del Oro Español

domingo, 18 de diciembre de 2016

ESTAS NAVIDADES VOY A REGALAR...


Tras estar corrigiendo todo el fin de semana, no me cabe ninguna duda

EL ABETO


Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos.
Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo.
Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco.
“¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros.
Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo.
Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol.
En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque.
¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba?
En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto:
-¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte?
Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo:
-Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez!
-¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene?
-¡Sería muy largo de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó.
-Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti.
Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía.
Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque.
«¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?».
-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas.
-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después?
-Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era.
-¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa.
-¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto.
Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía:
-¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él.
Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué vendría luego?
Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas. Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa semejante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente magnífico.
-Esta noche -decían todos-, esta noche sí que brillará.
«¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?».
Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza.
Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder de verdad!
-¡Dios nos ampare! -exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgándose uno tras otro los regalos.
«¿Qué hacen? -pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?».
Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían derribado.
Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana.
-¡Un cuento, un cuento! – gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo.
El hombre se sentó debajo de la copa.
-Pues así estamos en el bosque -dijo-, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito.
-¡Ivede-Avede! -pidieron unos, mientras los otros gritaban-: ¡Klumpe-Dumpe!
¡Menudo griterío y alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desempeñado.
El hombre contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro, otro!-. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» -pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy afable-. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas.
«Mañana no voy a temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos.
Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha.
«Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no llegaba la luz del día.
«¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él?
«Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!».
«Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas.
-¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que son mucho más viejos que yo.
-¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo?
-No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: – ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido!
-¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas.
-¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto!
-¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón.
-¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una auténtica y bella princesa.
-¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos.
-¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las ratas.
-Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad.
-Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas?
-No -confesó el árbol.
-Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres.
Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido».
Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día.
«¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto.
«¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol.
En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.
-¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas.
El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe.
«¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado».
Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar.
Y así hasta que estuvo del todo consumido.
Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.

Hans Christian Andersen