lunes, 30 de noviembre de 2015

SIN NOMBRE, SIN HISTORIA Y SIN DESCRIPCIÓN


Camelia entró en casa y cerró bien la puerta tras ella. Se quitó los zapatos y, tras calzarse las zapatillas, encendió el fuego y preparó algo sencillo para cenar. Después, tras dejar calentando el puchero con el chocolate, se detuvo ante la estantería donde guardaba lo que consideraba su mayor tesoro: su colección de libros de cuentos, que había acumulado a lo largo de toda su vida y que nunca se cansaba de releer, a pesar de que ya los conocía de memoria. Algunos de aquellos relatos aparecían en diferentes recopilaciones, pero a Camelia le gustaba saborear los matices, las diferencias que podían apreciarse entre una versión y otra, las interpretaciones que variaban según el texto, el lugar o la época. Disfrutaba descubriendo cuentos que hacían referencia a algún acontecimiento en el que ella había participado o del que había oído hablar, o los que narraban los hechos de alguien a quien ella hubiese conocido. Seguía con verdadero interés cada cambio en la tradición, y le llamaban particularmente la atención los cuentos más antiguos, los más cercanos a su fuente original. Pero, conforme pasaban los años, era cada vez más difícil encontrarlos. Cada nueva generación reescribía la tradición y relataba su propia interpretación de las historias que había oído contar a sus padres o a sus abuelos.

Aun así, a Camelia todos los cuentos le parecían maravillosos en todas sus versiones. El hecho de encontrar variaciones no la molestaba. Por ejemplo, era consciente de que mucha gente atribuía a Orquídea, a Azalea o a Magnolia muchas de las cosas que ella misma había hecho, pero aquella circunstancia solo la divertía. Al fin y al cabo, en todos aquellos cuentos el hada madrina era siempre… el hada madrina, sin más. Sin nombre, sin historia y sin descripción. A veces se hacía referencia a los hermosos vestidos del hada, o a su palacio de cristal; y era obvio que esos detalles se ajustaban más a las circunstancias de Orquídea que a las suyas propias. Pero Camelia lo encontraba natural (…),

Su dedo índice recorrió los lomos de los libros, desgastados por el uso y por el tiempo. Eligió uno de sus favoritos y se lo llevó hasta la mecedora. Una vez allí se puso los anteojos y, bien acomodada frente al fuego, con una taza de chocolate caliente y el libro abierto sobre su regazo, lo abrió por una página al azar y se dispuso a dejarse llevar por la magia de las palabras.

domingo, 29 de noviembre de 2015

EL VIAJE A TRAVÉS DEL TIEMPO


Ya he hablado a algunos de ustedes el jueves último de los principios de la Máquina del Tiempo, y mostrado el propio aparato tal como estaba entonces, sin terminar, en el taller. Allí está ahora, un poco fatigado por el viaje, realmente; una de las barras de marfil está agrietada y uno de los carriles de bronce, torcido; pero el resto sigue bastante firme. Esperaba haberlo terminado el viernes; pero ese día, cuando el montaje completo estaba casi hecho, me encontré con que una de las barras de níquel era exactamente una pulgada más corta y esto me obligó a rehacerla; por eso el aparato no estuvo acabado hasta esta mañana.
Fue, pues, a las diez de hoy cuando la primera de todas las Máquinas del Tiempo comenzó su carrera. Le di un último toque, probé todos los tornillos de nuevo, eché una gota de aceite más en la varilla de cuarzo y me senté en el soporte. Supongo que el suicida que mantiene una pistola contra su cráneo debe de sentir la misma admiración por lo que va a suceder, que experimenté yo entonces. Cogí la palanca de arranque con una mano y la de freno con la otra, apreté con fuerza la primera, y casi inmediatamente la segunda. Me pareció tambalearme; tuve una sensación pesadillesca de caída; y mirando alrededor, vi el laboratorio exactamente como antes- ¿Había ocurrido algo? Por un momento sospeché que mi intelecto me había engañado. Observé el reloj. Un momento antes, eso me pareció, marcaba un minuto o así después de las diez, ¡y ahora eran casi las tres y media!
Respiré, apretando los dientes, así con las dos manos la palanca de arranque, y partí con un crujido. El laboratorio se volvió brumoso y luego oscuro. La señora Watchets, mi ama de llaves, apareció y fue, al parecer sin verme, hacia la puerta del jardín. Supongo que necesitó un minuto o así para cruzar ese espacio, pero me pareció que iba disparada a través de la habitación como un cohete. Empujé la palanca hasta su posición extrema. La noche llegó como se apaga una lámpara, y en otro momento vino la mañana. El laboratorio se tomó desvaído y brumoso, y luego cada vez más desvaído. Llegó la noche de mañana, después el día de nuevo, otra vez la noche; luego, volvió el día, y así sucesivamente más y más de prisa. Un murmullo vertiginoso llenaba mis oídos, y una extraña, silenciosa confusión descendía sobre mi mente.
Temo no poder transmitir las peculiares sensaciones del viaje a través del tiempo. Son extremadamente desagradables. Se experimenta un sentimiento sumamente parecido al que se tiene en las montañas rusas zigzagueantes (¡un irresistible movimiento como si se precipitase uno de cabeza!). Sentí también la misma horrible anticipación de inminente aplastamiento. Cuando emprendí la marcha, la noche seguía al día como el aleteo de un ala negra. La oscura percepción del laboratorio pareció ahora debilitarse en mí, y vi el sol saltar rápidamente por el cielo, brincando a cada minuto, y cada minuto marcando un día. Supuse que el laboratorio había quedado destruido y que estaba yo al aire libre. Tuve la oscura impresión de hallarme sobre un andamiaje, pero iba ya demasiado de prisa para tener conciencia de cualquier cosa movible. El caracol más lento que se haya nunca arrastrado se precipitaba con demasiada velocidad para mí. La centelleante sucesión de oscuridad y de luz era sumamente dolorosa para los ojos. Luego, en las tinieblas intermitentes vi la luna girando rápidamente a través de sus fases desde la nueva hasta la llena, y tuve un débil atisbo de las órbitas de las estrellas. Pronto, mientras avanzaba con velocidad creciente aún, la palpitación de la noche y del día se fundió en una continua grisura; el cielo tomó una maravillosa intensidad azul, un espléndido y luminoso color como el de un temprano amanecer; el sol saltarín se convirtió en una raya de fuego, en un arco brillante en el espacio, la luna en una débil faja oscilante; y no pude ver nada de estrellas, sino de vez en cuando un círculo brillante fluctuando en el azul.
La vista era brumosa e incierta. Seguía yo situado en la de la colina sobre la cual está ahora construida esta casa y el saliente se elevaba por encima de mí, gris y confuso. Vi unos árboles crecer y cambiar como bocanadas de vapor, tan pronto pardos como verdes: crecían, se desarrollaban, se quebraban y desaparecían. Vi alzarse edificios vagos y bellos y pasar como sueños. La superficie de la tierra parecía cambiada, disipándose y fluyendo bajo mis ojos. Las manecillas sobre los cuadrantes que registraban mi velocidad giraban cada vez más de prisa. Pronto observé que el círculo solar oscilaba de arriba abajo, solsticio a solsticio, en un minuto o menos, y que, por consiguiente, mi marcha era de más de un año por minuto; y minuto por minuto la blanca nieve destellaba sobre el mundo, y se disipaba, siendo seguida por el verdor brillante y corto de la primavera.
Las sensaciones desagradables de la salida eran menos punzantes ahora. Se fundieron al fin en una especie de hilaridad histérica. Noté, sin embargo, un pesado bamboleo de la máquina, que era yo incapaz de explicarme. Pero mi mente se hallaba demasiado confusa para fijarse en eso, de modo que, con una especie de locura que aumentaba en mí, me precipité en el futuro. Al principio no pensé apenas en detenerme, no pensé apenas sino en aquellas nuevas sensaciones. Pero pronto una nueva serie de impresiones me vino a la mente -cierta curiosidad y luego cierto temor-, hasta que por último se apoderaron de mi por completo. ¡Qué extraños desenvolvimientos de la Humanidad, qué maravillosos avances sobre nuestra rudimentaria civilización, *Pensé, iban a aparecérseme cuando llegase a contemplar de cerca el vago y fugaz mundo que desfilaba rápido y que fluctuaba ante mis ojos! Vi una grande y espléndida arquitectura elevarse a mi alrededor, más sólida que cualquiera de los edificios de nuestro tiempo; y, sin embargo, parecía construida de trémula luz y de niebla. Vi un verdor más rico extenderse sobre la colina, y permanecer allí sin interrupción invernal. Aun a través del velo de mi confusión la tierra parecía muy bella. Y así vino a mi mente la cuestión de detener la máquina.
El riesgo especial estaba en la posibilidad de encontrarme alguna sustancia en el espacio que yo o la máquina ocupábamos. Mientras viajaba a una gran velocidad a través del tiempo, esto importaba poco: el peligro estaba, por decirlo así, atenuado, ¡deslizándome como un vapor a través de los intersticios de las sustancias intermedias! Pero llegar a detenerme entrañaba el aplastamiento de mí mismo, molécula por molécula, contra lo que se hallase en mi ruta; significaba poner a mis átomos en tan íntimo contacto con los del obstáculo, que una profunda reacción química -tal vez una explosión de gran alcance- se produciría, lanzándonos a mí y a mi aparato fuera de todas las dimensiones posibles... en lo Desconocido. Esta posibilidad se me había ocurrido muchas veces mientras estaba construyendo la máquina; pero entonces la había yo aceptado alegremente, como un riesgo inevitable, ¡uno de esos riesgos que un hombre tiene que admitir! Ahora que el riesgo era inevitable, ya no lo consideraba bajo la misma alegre luz. El hecho es que, insensiblemente, la absoluta rareza de todo aquello, la débil sacudida y el bamboleo de la máquina, y sobre todo la sensación de caída prolongada, habían alterado por completo mis nervios. Me dije a mí mismo que no podría detenerme nunca, y en un acceso de enojo decidí pararme inmediatamente. Como un loco impaciente, tiré de la palanca y acto seguido el aparato se tambaleó y salí despedido de cabeza por el aire.
Hubo un ruido retumbante de trueno en mis oídos. Debí quedarme aturdido un momento. Un despiadado granizo silbaba a mi alrededor, y me encontré sentado sobre una blanda hierba, frente a la máquina volcada.
Todo. me pareció gris todavía, pero pronto observé que el confuso ruido en mis oídos había desaparecido. Miré en derredor. Estaba lo que parecía ser un pequeño prado de un jardín, rodeado de macizos de rododendros; y observé que sus flores malva y púrpura caían como una lluvia bajo el golpeteo de las piedras de granizo. La rebotante y danzarina granizada caía en una nubecilla sobre la máquina, y se moría a lo largo de la tierra como una humareda. En un momento me encontré calado hasta los huesos.
Bonita hospitalidad -dije- con un hombre que ha viajado innumerables años para veros.
Pronto pensé que era estúpido dejarse empapar. Me levanté y miré a mi alrededor. Una figura colosal, esculpida al parecer en una piedra blanca, aparecía confusamente más allá de los rododendros, a través del aguacero brumoso. Pero todo el resto del mundo era invisible.
Sería difícil describir mis sensaciones. Como las columnas de granizo disminuían, vi la figura blanca más claramente. Parecía muy voluminosa, pues un abedul plateado tocaba sus hombros. Era de mármol blanco, algo parecida en su forma a una esfinge alada; pero las alas, en lugar de llevarlas verticalmente a los lados, estaban desplegadas de modo que parecían planear. El pedestal me pareció que era de bronce y estaba cubierto de un espeso verdín. Sucedió que la cara estaba de frente a mí; los ojos sin vista parecían mirarme; había la débil sombra de una sonrisa sobre sus labios. Estaba muy deteriorada por el tiempo, y ello le comunicaba una desagradable impresión de enfermedad. Permanecí contemplándola un breve momento, medio minuto quizá, o media hora. Parecía avanzar y retroceder según cayese delante de ella el granizo más denso o más espaciado. Por último aparté mis ojos de ella por un momento, y vi que la cortina de granizo aparecía más transparente, y que el cielo se iluminaba con la promesa del sol.
Volví a mirar a la figura blanca, agachado, y la plena temeridad de mi viaje se me apareció de repente. ¿Qué iba a suceder cuando aquella cortina brumosa se hubiera retirado por entero? ¿Qué podría haberles sucedido a los hombres? ¿Qué hacer si la crueldad se había convertido en una pasión común? ¿Qué, si en ese intervalo la raza había perdido su virilidad, desarrollándose como algo inhumano, indiferente y abrumadoramente potente? Yo podría parecer algún salvaje del viejo mundo, pero el más espantoso por nuestra común semejanza, un ser inmundo que habría que matar inmediatamente.
Ya veía yo otras amplias formas: enormes edificios con intricados parapetos y altas columnas, entre una colina oscuramente arbolada que llegaba hasta mí a través de la tormenta encalmada. Me sentí presa de un terror pánico. Volví frenéticamente hacia la Máquina del Tiempo, y me esforcé penosamente en reajustarla. Mientras lo intentaba los rayos del sol traspasaron la tronada. El gris aguacero había pasado y se desvaneció como las vestiduras arrastradas por un fantasma. Encima de mí, en el azul intenso del cielo estival, jirones oscuros y ligeros de nubes remolineaban en la nada. Los grandes edificios a mi alrededor se elevaban claros y nítidos, brillantes con la lluvia de la tormenta, y resultando blancos por las piedras de granizo sin derretir, amontonadas a lo largo de sus hiladas. Me sentía desnudo en un extraño mundo. Experimenté lo que quizá experimenta un pájaro en el aire claro, cuando sabe que el gavilán vuela y quiere precipitarse sobre él. Mi pavor se tornaba frenético. Hice una larga aspiración, apreté los dientes, y luché de nuevo furiosamente, empleando las muñecas y las rodillas, con la máquina. Cedió bajo mi desesperado esfuerzo y retrocedió. Golpeó violentamente mi barbilla. Con una mano sobre el asiento y la otra sobre la palanca permanecí jadeando penosamente en actitud de montarme de nuevo.
Pero con la esperanza de una pronta retirada recobré mi valor. Miré con más curiosidad y menos temor aquel mundo del remoto futuro. Por una abertura circular, muy alta en el muro del edificio más cercano, divisé un grupo de figuras vestidas con ricos y suaves ropajes. Me habían visto, y sus caras estaban vueltas hacia mí.
Oí entonces voces que se acercaban. Viniendo a través de los macizos que crecían junto a la Esfinge Blanca, veía las cabezas y los hombros de unos seres corriendo. Uno de ellos surgió de una senda que conducía directamente al pequeño prado en el cual permanecía con mi máquina. Era una ligera criatura –de una estatura quizá de cuatro pies- vestida con una túnica púrpura, ceñida al talle por un cinturón de cuero. Unas sandalias o coturnos -no pude distinguir claramente lo que eran- calzaban sus pies; sus piernas estaban desnudas hasta las rodillas, y su cabeza al aire. Al observar esto, me di cuenta por primera vez de lo cálido que era el aire.
Me impresionaron la belleza y la gracia de aquel ser, aunque me chocó también su fragilidad indescriptible. Su cara sonrosada me recordó mucho la clase de belleza de los tísicos, esa belleza hética de la que tanto hemos oído hablar. Al verle recobré de pronto la confianza. Aparté mis manos de la máquina.

H. G. Wells, La Máquina del Tiempo

                El vídeo que os mostramos pertenece a la película La Máquina del Tiempo, de George Pal, de 1960, donde mediante un maniquí o el desarrollo de la flora nos muestra ese fluir del tiempo:

viernes, 27 de noviembre de 2015

LOS JUEGOS DEL HAMBRE

Enviado por Maite:

En un futuro más o menos lejano, existe un país llamado Panem, cuya capital es el Capitolio. El país está dividido en doce distritos. La mayoría de los habitantes vive en la pobreza, trabajando sin parar para producir bienes y alimentos que son disfrutados por los ciudadanos del Capitolio. Existió un distrito número trece que se rebeló contra el Capitolio, perdió y fue aniquilado. Como castigo por esta rebelión, el gobierno instauró un sacrificio anual para los otros doce distritos: los juegos del hambre.
                 
Cada año salen elegidos por sorteo dos adolescentes, un chico y una chica de entre doce y dieciocho años, de cada distrito. Éstos son llevados a un campo de batalla del que sólo puede salir con vida un único vencedor. Este espectáculo es televisado en directo y de obligatorio visionado para todos los ciudadanos.

La protagonista del libro es Katniss, una joven de dieciséis años, que se ofrece voluntaria para participar por el distrito doce cuando en el sorteo sale elegida su hermana Prim de tan sólo doce años. Junto a ella, encontramos a Peeta, del cual nos queda la duda de si está enamorado de Katniss o su comportamiento es una estrategia para ganar los Juegos. Al ser Katniss la narradora y al utilizar frases cortas, la autora dota al texto de rapidez y lo acerca a los lectores.

La novela se dividen en tres partes: Los tributos (donde se nos explica en qué consisten los Juegos del Hambre y se nos presenta a los diferentes tributos);  Los juegos (vemos las primeras semanas en el campo de batalla y se anuncia que puede haber un desenlace distinto);  El vencedor. 

jueves, 26 de noviembre de 2015

A SIETE PASOS DEL QUIJOTE.

Siete secuencias teatrales, siete lugares, siete autores sumergidos en el mundo del Quijote con la mirada puesta en los problemas de hoy. Una mirada crítica y sensible. Una nueva forma de concebir un espectáculo. Una nueva manera de presentarlo al espectador desde las calles y plazas de Madrid. Directo y sorprendente. No es un pasacalles, no es una performance, no es un espectáculo tradicional, no es una provocación, no es un mitin. Es eso y todo lo contrario al mismo tiempo. Es decir: aquello que debemos hacer en este momento tan complejo que vivimos. Salir a la calle y hablar de nosotros de manera más sencilla y directa, para poder llegar a los corazones y a las conciencias de los espectadores a través de un ejercicio actoral simple y, a la vez, complejo. Siguiendo los pasos del Quijote hemos querido encontrar la esencia del teatro: el actor y el espectador; en un entorno natural e irrepetible, en los rincones históricos del Madrid de las Letras.

Jaroslaw Bielski

En este 2015 se cumplen los cuatro siglos de la publicación de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha y el Teatro Español, enclavado en el corazón del barrio más cervantino de Madrid, el de las Letras, quiere rendirle homenaje. Y lo hace proponiéndonos un doble encuentro: por un lado, el de Cervantes con algunas de las voces más significativas de la dramaturgia española contemporánea y, por otro, el de los Quijotes y Dulcineas de hoy en día con los vecinos del barrio. Porque aunque don Quijote no pasara nunca por Madrid, siete dramaturgos han imaginado y soñado quiénes serían hoy los personajes de las páginas por escribir del Quijote en nuestro presente y en algunos de los lugares más significativos del Barrio de las Letras.

Se trata de una propuesta excepcional, arriesgada, casi quijotesca, en la que el teatro sale de su recinto cerrado y se arroja al misterio vivo de la calle. Los dramaturgos son María Velasco, Juan Mairena, Sergio Martínez Vila, Íñigo Guardamino, Lola Blasco, Carolina África y Pedro Cantalejo, coordinados por Alberto Conejero, encargado asimismo de escribir los textos de nuestro misterioso guía. La dirección correrá a cargo de Jaroslaw Bielski, a cuyo prestigio como actor y director se suma su experiencia en la pedagogía teatral ya que los actores que interpretarán las escenas son alumnos egresados recientemente de las distintas escuelas y espacios formativos.

Este singular espectáculo, que dura alrededor de hora y media, comienza su recorrido en la Plaza de Santa Ana y acaba en la Plaza de las Cortes, y se puede ver del 25 al 29 de Noviembre de 2015.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

DEFECTILLOS

25 de Noviembre: Día contra la Violencia de Género

Leía el otro día un reportaje en el que se recogían las conclusiones de una encuesta realizada a adolescentes sobre la influencia que sobre ellos pueden causar los roles machistas de las series de televisión. Pues bien, resulta que a las jóvenes les gustan los malos de las pelis, los turbios algo canallas, los atormentados a los que finalmente salva el amor, lo que, llevado a la vida real, se traduce en que te atraiga más el repetidor desgreñado y espatarrado de la última fila que el buen chico y amigo eterno que se sienta a tu lado. Nada nuevo, como tampoco lo es que muchas niñas sigan pensando que no es malo que el noviete controle cómo te vistes, o se crea con derechos para leer tus mensajes en el móvil, considerando que los celos o el control son una prueba de amor. Al fin y al cabo, como todos sabemos, el ser amado es casi perfecto, y si tiene algún defectillo, es corregible y además lo hace interesante. Pues bien, chicas, va a ser que no. Si algo hemos aprendido en mi generación, es que aquí no cambia nadie. Sólo se empeora. Y en esto no hay excepciones. No pasa nada por enamoraros de un chico feo, pero, tenedlo claro: con el tiempo, se hará aún más feo, y encima, viejo. Pues bien, esto vale para todo. Asume que esa introspección que te hace verlo como un chico misterioso y taciturno, puede convertirlo en un par de años en un ser aburrido al que no lograrás despegar de la pantalla del ordenador, y ese juerguista y ligón al que crees que apaciguarás cuando lo metas en tu cama, se acabará escapando de farra en cuanto te des la vuelta, a no ser que lo aceptes como es o te conviertas en su compañera de parranda. Al tiempo y verás... Si ahora es antipático con tu familia, en un tiempo dejarán de hablarse. Si en las primeras citas se resiste a acompañarte al cine, da por hecho que jamás lo hará. Si no es detallista, no te canses insinuándole lo feliz que te haría que te regalara flores por tu cumpleaños porque te las regalará una vez, y al año siguiente te llevarás un berrinche. En fin, que en la vida real, las ranas, por mucho que las beses, siguen siendo ranas, y el que es borde, grosero, vago o egoísta seguirá siéndolo hasta que se muera...

Y por favor, dale puerta ya a ese imbécil que te controla los mensajes del móvil, te grita si te ve con otro chico y te obliga a abrocharte un botón más de la camisa. Con el tiempo, si no lo frenas, se creerá tu dueño y esas "muestras de amor" que ahora hasta te halagan, te pueden acabar llevando a las portadas de los periódicos. El que es machista, violento y posesivo a los 20 años, acabará, si le dejas, maltratándote a los 30 y maldita la gracia que tiene eso.

Isabel Vicente, Información, 06/03/2011


martes, 24 de noviembre de 2015

LA VOZ DE DRÁCULA

El texto que aquí se reproduce es la transcripción de una cinta que apareció en la grabadora hallada en el asiento trasero del automóvil propiedad del señor Arthur Harker, de Exeter, dos días después de la fuerte nevada que, en enero de ese año, se desencadenó inesperadamente sobre Devon. El señor Harker y su esposa, Janet, ingresaron en el hospital de Todos los Santos, en Plymouth, a la mañana siguiente de que la tormenta alcanzara su mayor intensidad. Los dos afirmaron haber abandonado su vehículo en una carretera intransitable a eso de la medianoche, pero en ningún momento facilitaron una explicación convincente acerca de lo que los impulsó a abandonar la relativa seguridad de su coche en una hora en que la tormenta estaba en su peor momento, ni cómo llegaron a Plymouth. El hospital de Todos los Santos se encuentra a unos treinta kilómetros de donde posteriormente se halló su coche, en un desvío de la carretera de Upham, delante mismo del cementerio de St. Peter, a las afueras de Dartmoor. Cuando los Harker llegaron al hospital, su estado físico y el de sus ropas hacían pensar que habían estado caminando a campo traviesa. En cuanto al coche, al encontrarlo no daba la sensación de que estuviese averiado, y, si bien las puertas y ventanillas estaban con el seguro puesto, la llave se hallaba en el contacto, que también permanecía cerrado, y el depósito de combustible estaba aproximadamente a un tercio de su capacidad.

La voz de la cinta pertenece a un hombre, es bastante profunda y habla el inglés con un ligero acento indefinible. Después de consultar a tres lingüistas expertos, éstos proporcionaron tres opiniones diferentes respecto a la lengua nativa de quien habla.

En general, la calidad de la cinta y los ruidos de fondo que se detectan son, según los técnicos, compatibles con la opinión de que la cinta se registró efectivamente en el interior de un automóvil, con el motor en marcha y el vehículo parado, la calefacción y los limpiaparabrisas en funcionamiento, y fuertes ráfagas de viento en el exterior.

Los Harker han rechazado la cinta como una «especie de broma», no han mostrado interés alguno en ella, y han rehusado hacer cualquier otro comentario. Los primeros en oírla fueron los agentes de servicio en carretera que hallaron el coche porque pensaron que la grabadora podía contener algún mensaje de emergencia abandonado por sus ocupantes. Los agentes entregaron luego la cinta a las más altas autoridades, debido a la relación de violentos crímenes en ella contenidos. No se han encontrado pruebas que relacionen la cinta con los supuestos actos de vandalismo y los robos cometidos en el cementerio de St. Peter, actualmente bajo investigación.

... esta clavija, y entonces mis palabras quedarán registradas electrónicamente para todo el mundo. Eso es fantástico. Bueno, pues... Si por fin vamos a decir la verdad, ¿de qué crímenes se me puede acusar? ¿De qué pecados infamantes y nefandos?

Supongo que me acusan de la muerte de Lucy Westenra. ¡Ah!, les juro que soy inocente. Aunque... ¿por quién podría yo jurar, que ustedes me creyeran? Más tarde, quizá, cuando empiecen a comprender algo de todo esto, pronuncie mi juramento. Es cierto que abracé a la encantadora Lucy, pero nunca en contra de su voluntad. Nunca la obligué, ni a ella, ni a ninguna de las otras.

En este punto de la cinta, otra voz, que no se ha podido identificar, susurra un par de palabras indescifrables.

¿Su bisabuela Mina Harker? Señor, permítame que me ría como un loco por unos instantes, y eso que hace siglos que no me río. Y permítame también que le diga que no soy un loco.

Seguramente ustedes no han creído ni una sola palabra de cuanto les he contado hasta ahora. Sin embargo, tengo intención de seguir hablándole a este aparato, y ustedes también pueden escuchar. La mañana aún queda lejos y, por el m¬mento, ninguno de nosotros puede ir a ninguna parte. Ade¬más, ustedes dos se hallan bien armados —o al menos así lo creen— contra cualquier cosa que yo intente hacerles. Tiene usted una pesada llave inglesa en su mano derecha, mi querido señor Harker, y de la garganta de su encantadora esposa cuelga algo mucho más efectivo que cualquier cachiporra, si son ciertos todos los informes. Lo malo es que los informes sobre mí nunca han sido ciertos. Apostaría a que soy el último desconocido al que van a recoger en su coche mientras dure esta gran nevada, pero no tengo la más mínima intención de hacerles ningún daño. Ya lo verán. Sólo dejen que hable.

Yo no maté a Lucy. No fui yo quien clavó la estaca en su corazón. No fueron mis manos las que cercenaron su encantadora cabeza, ni embadurnaron con ajo su boca, aquella boca..., como si fuera un lechón dispuesto para un bárbaro festín. Y sólo a mi pesar la transformé en un vampiro, aparte de que nunca se habría convertido en un vampiro de no haber sido por el imbécil de Van Helsing y sus manipulaciones. Imbécil es uno de los calificativos más benévolos que encuentro para él...

Por lo que se refiere a Mina Murray, más tarde señora de Jonathan Harker, me quedo corto si digo que nunca tuve intención de hacerle ningún daño. Con estas mismas manos quebré la espalda a su verdadero enemigo, el loco Renfield, que pretendía violarla y asesinarla. Yo estaba enterado de cuáles eran sus intenciones; en cambio los médicos, el joven Seward y aquel imbécil, no parecían darse cuenta. Así que cuando Renfield me dijo descaradamente lo que pretendía hacerle a mi amada... ¡Ah, Mina!

Pero eso ocurrió hace mucho tiempo. Mina era ya muy vieja cuando bajó a la tumba, en 1967.

En cuanto a la tripulación del Demeter, si ustedes han leído la versión que mis enemigos dieron de lo acontecido, imagino que también me van a culpar de la muerte de aquellos marinos. Pero, díganme, en nombre de Dios, ¿por qué iba yo a asesinarlos...? ¿Qué sucede?

En este momento, la voz de un hombre, probablemente identificable con la de Arthur Harker, pronuncia una sola pa¬labra: «Nada».

¡Ah, claro! No creían que yo fuera capaz de pronunciar el nombre de Dios. Son ustedes víctimas de la superstición, de la pura superstición, que es una creencia despreciable, y sin duda muy poderosa. Dios y yo somos viejos conocidos. Como mínimo, soy consciente de su existencia desde mucho antes de que lo fueran ustedes, amigos míos.

Ahora imagino que empieza a preguntarse si el crucifijo que cuelga del cuello de la señora, y que hasta ahora les proporcionaba algo de seguridad, es realmente eficaz en mi caso. No se preocupen. Créanme, es tan efectivo contra mí como lo sería la pesada llave inglesa que el caballero empuña en su mano derecha.

Ahora permanezcan sentados, por favor. Hace una hora que nos hemos visto interceptados por esta tormenta de nieve, y ha transcurrido sólo media hora antes de que dejaran de intentar verme por el espejo retrovisor, antes de que empezaran a creer que mi nombre es el que les he dicho, y se convencieran de que no estaba bromeando, de que no les estaba tomando el pelo, como suelen decir ustedes. Al principio se los veía bastante despreocupados y confiados. De haber querido arrebatarles la vida o beber su sangre, a estas alturas ya habría consumado el sanguinario suceso.

No, mi intención al entrar en su coche es del todo inocente. Me gustaría únicamente que permanecieran sentados y prestaran atención durante un rato, al menos mientras intento justificarme, una vez más, ante la humanidad. Incluso a la remota fortaleza donde moro la mayor parte del tiempo ha llegado el nuevo espíritu de tolerancia que, al parecer, ha inundado la superficie terrestre en estas últimas décadas del siglo veinte. Así que, una vez más, voy a intentar... He elegido su vehículo porque casualmente pasaban por aquí esta noche... Pero no, permítanme que sea del todo sincero: se han introducido algunos cambios con la intención de que ustedes pasaran por esta carretera... Primero, porque es usted descendiente directo de un antiguo amigo mío, señor; y luego, porque me enteré de que siempre llevan consigo esta grabadora en su coche. Sí, incluso la tormenta de nieve ha sido alterada un poco. Necesitaba esta ocasión para hacer público esa especie de testamento, tanto para mí como para otros como yo.

Aunque la verdad es que no existe nadie como yo... Señor, por como se encuentran los ceniceros, me doy cuenta de que es usted fumador, y apostaría a que le apetece un poco de humo. Adelante, deje la llave inglesa al alcance de la mano y fume usted. Puede que a la señora también le apetezca un cigarrillo, con un tiempo tan desapacible como éste. ¡Oh, no! Gracias, pero yo no puedo permitírmelo.

Vamos a tener que permanecer aquí durante algún tiempo... En lo alto de los Cárpatos he visto tormentas incluso más fuertes que ésta. Sin duda las carreteras permanecerán intransitables hasta primeras horas de la mañana. A falta de raquetas para los pies, habría que ser un lobo para andar por una capa de nieve como ésta, o algo capaz de volar...

Imagino que les interesará saber, o al menos a otros podría interesarles, por qué me preocupo con esta apología pro vita sua; por qué, a estas alturas, intento defender mi nombre. Bueno, lo cierto es que, a medida que envejezco, he ido cambiando... Sí, así es. Y algunas cosas que en el pasado fueron muy importantes para mí, como por ejemplo cierta clase de orgullo, no son ahora más que polvo y cenizas en mi tumba. Como el fragmento de hostia desacralizada que perteneció a Van Helsing, y que allí dentro se convirtió en polvo.

Si he permanecido allí, en mi tumba, no es para quedarme. Todavía no ha llegado el momento de quedarme bajo la enorme piedra sobre la cual aparece grabada una sola palabra: Drácula

Fred Saberhagen, La Voz De Drácula

lunes, 23 de noviembre de 2015

EL SUEÑO DE BERLÍN

Enviado por Alicia:

Ana, de dieciséis años, cuenta en primera persona lo duro que es sufrir un trastorno obsesivo compulsivo siendo una adolescente y no poder vivir como cualquier otra chica de su edad, además del lastre que supone para la convivencia familiar. A la vez, Bruno, su nuevo compañero de clase, explica cómo se ha sentido atraído por ella, cómo se ha armado de valor para pedirle una cita y cómo empiezan una relación. También explicará su asombro al descubrir el problema de Ana, pero, tras el shock inicial, intentará ayudar a la chica y juntos poder cumplir el sueño de visitar Berlín y ver el famoso busto de Nefertiti.

Con toda la clase viajarán a la capital alemana, pero Ana recaerá en sus obsesiones y estará a punto de volver a España junto a su madre, a la que llama tras pasar un día y medio encerrada en su habitación del hotel. Por fin, Bruno la convencerá para, al menos, visitar el museo donde está el busto de la reina egipcia. Allí, frente a la representación imperfecta de aquella bella mujer, Ana vuelve a recuperar sus fuerzas y parte de su personalidad más valiente y optimista para seguir luchando por controlar el TOC y tener una vida lo más satisfactoria posible.

                Esta novela de Ana Alonso y Javier Pelegrín, con una narración ágil y ámena,  se centra en la relación que van a mantener los dos protagonistas: Ana, estudiante brillante y enamorada del Antiguo Egipto, pero muy tímida y, para sus compañeros, la rara de la clase, con manías extrañas y que, de vez en cuando, sufre ataques de “asma” (en realidad, lo que padece es una necesidad de repetir algunos comportamientos cuando ciertas ideas se instalan en su mente); se ilusiona y se enamora del nuevo compañero. Bruno se enanora de Ana, y, gracias a ella, adquiere una nueva pasión, el Antiguo Egipto, que combinara con El Señor de los Anillos; aunque parece que no reacciona bien al conocer el problema de Ana, está dispuesto a hacer todo lo posible para ayudarla. El descubrimiento de sentimientos desconocidos hasta ese momento les hace arriesgarse y enfrentarse a la familia, a los amigos y hasta a la propia lógica por estar uno junto al otro, aprendiendo el uno del otro y descubriendo intereses y temas que desconocían.

                Puedes leer un fragmento de la novela aquí

PREMIO ANAYA DE LITERATURA JUVENIL 2015

domingo, 22 de noviembre de 2015

ES EL DÍA MÁS FRÍO DE LA HISTORIA


Nieva sobre Edimburgo el 16 de abril de 1874. Un frío gélido azota la ciudad. Los viejos especulan que podría tratarse del día más frío de la historia. Diríase que el sol ha desaparecido para siempre. El viento es cortante; los copos de nieve son más ligeros que el aire. ¡blanco! ¡blanco! ¡blanco! Explosión sorda. No se ve más que eso. Las casas parecen locomotoras de vapor, sus chimeneas desprenden un humo grisáceo que hace crepitar el cielo de acero.
Las pequeñas callejuelas de Edimburgo se metamorfosean. Las fuentes se transforman en jarrones helados que sujetan ramilletes de hielo. El viejo río se ha disfrazado de lago de azúcar glaseado y se extiende hasta el mar. Las olas resuenan como cristales rotos. La escarcha cae cubriendo de lentejuelas a los gatos. Los árboles parecen grandes hadas que visten camisón blanco, estiran sus ramas, bostezan a la luna y observan cómo derrapan los coches de caballos sobre los adoquines. El frío es tan intenso que los pájaros se congelan en pleno vuelo antes de caer estrellados contra el suelo. El sonido que emiten al fallecer es dulce, a pesar de que se trata del ruido de la muerte.
Es el día más frío de la historia. Y hoy es el día de mi nacimiento.

Esta historia tiene lugar en un vieja casa asentada sobre la cima de la montaña más alta de Edimburgo –Arthur’s Seat–, colina de origen volcánico engastada en cuarzo azul. Cuenta la leyenda que fue el lugar elegido por el bueno del rey Arturo para contemplar la victoria de sus huestes y para, finalmente, descansar. El techo de la casa, muy afilado, se eleva hasta alcanzar el cielo. La chimenea, en forma de cuchillo de carnicero, apunta hacia las estrellas y la luna. Es un lugar inhóspito, apenas habitado por árboles.
El interior de la casa es todo de madera; parece un refugio esculpido dentro de un enorme abeto. Al entrar, uno tiene la sensación de hallarse en una cabaña: hay una gran variedad de vigas rugosas a la vista, pequeñas ventanas recicladas del cementerio de trenes, una mesa baja armada con un solo tocón. También hay un sinfín de almohadas de lana rellenas de hojas que tejen una atmósfera de nido. Este es el ambiente acogedor de la vieja casa donde se asisten un gran número de nacimientos clandestinos.
Aquí vive la extraña doctora Madeleine, comadrona a la que los habitantes de la ciudad tildan de loca, una mujer de avanza edad que sin embargo todavía conserva su belleza. El fulgor de sus ojos permanece intacto, pero tiene un gesto contraído en la sonrisa.
La doctora Madeleine trae al mundo a los hijos de las prostitutas, de las mujeres desamparadas, demasiado jóvenes o demasiado descarriladas para dar a luz en el circuito clásico. Además de los partos, a la doctora Madeleine le encanta remendar a la gente; es la gran especialista en prótesis mecánicas, ojos de vidrio, piernas de madera. Uno encuentra de todo en su taller.
Estamos a finales del siglo XIX, por lo que no es difícil convertirse en sospechosa de brujería. En la ciudad se rumorea que la doctora Madeleine mata a los recién nacidos y los transforma en seres a los que esclaviza. También se comenta que se acuesta con extrañas aves para engendrar monstruos.
En este lugar mi joven madre está dando a luz, y mientras se esfuerza en parir, observa a través del cristal cómo los pájaros y los copos de nieve se estrellan contra la ventana silenciosamente. Mi madre es una niña que juega a tener un bebé. Sus pensamientos derivan hacia la melancolía; sabe que no podrá quedarse conmigo. Apenas se atreve a bajar la vista hacia su vientre, que ya está a punto de dar a luz. Cuando mi nacimiento es inminente, sus ojos se cierran sin crisparse. Su piel pálida se confunde con las sábanas y su cuerpo se derrite en la cama.
Mi madre ha estado llorando desde que subió por la colina hasta llegar a esta casa. Sus lágrimas heladas se deslizan hasta tocar el suelo. A medida que avanzaba, se iba formando bajo sus pies una alfombra de lágrimas heladas, lo cual provocaba que resbalara una y otra vez. La cadencia de sus pasos iba en aumento hasta alcanzar un ritmo demasiado rápido. Sus talones se enredaban, sus tobillos vacilaban hasta que finalmente se cayó. En su interior, yo emito un ruido como de hucha rota.
La doctora Madeleine ha sido la primera persona que he visto al salir del vientre de mi madre. Sus dedos han atrapado mi cráneo redondo, con forma de aceituna, de balón de rugby en miniatura, y luego me he encogido, tranquilo.
Mi joven madre prefiere apartar la mirada de mí. Sus párpados se cierran, no quieren obedecer. «¡Abre los ojos! ¡Contempla la llegada de este pequeño copo de nieve que has creado!», quiero gritar.


Madeleine dice que parezco un pájaro blanco de patas grandes. Mi madre responde que prefiere no saber cómo es su bebé, que es precisamente por eso que aparta la mirada.
–¡No quiero ver nada!¡No quiero saber nada!
De repente, algo parece preocupar a la doctora. Mientras palpa mi minúsculo torso, su gesto se tuerce y la sonrisa abandona su rostro.
–Tiene el corazón muy duro, creo que está congelado.
–Yo también tengo el corazón helado –dice mi madre.
–¡Pero su corazón está congelado de verdad!
Entonces me sacude fuertemente y se produce el mismo ruido que uno hace cuando revuelve una caja de herramientas.
La doctora Madeleine se afana ante su mesa de trabajo. Mi madre espera, sentada en la cama. Está temblando y no es por culpa del frío. Parece una muñeca de porcelana que ha huido de una juguetería.
Fuera nieva con auténtica ferocidad. La hiedra plateada trepa hasta esconderse bajo los tejados. Las rosas translúcidas se inclinan hacia las ventanas, sonrojando las avenidas, los gatos se transforman en gárgolas, con las garras afiladas.
En el río, los peces se detienen en seco con una mueca de sorpresa. Todo el mundo está encantado por la mano de un soplador de vidrio que congela la ciudad, expirando un frío que mordisquea las orejas. En escasos segundos, los pocos valientes que salen al exterior se encuentran paralizados, como si un dios cualquiera acabara de tomarles una foto. Los transeúntes, llevados por el impulso de su trote, se deslizan por el hielo a modo de baile. Son figuras hermosas, cada una en su estilo, ángeles retorcidos con bufandas suspendidas en el aire, bailarinas de caja de música en sus compases finales, perdiendo velocidad al ritmo de su ultimísimo suspiro.
Por todas partes, paseantes congelados o en proceso de estarlo se quedan atrapados. Solo los relojes siguen haciendo batir el corazón de la ciudad como si nada ocurriera.
«Ya me habían advertido que no subiera a esta casa, a la colina de Arthur’s Seat. Me habían dicho bien clarito que esta vieja está loca», piensa mi madre. La pobre muchacha tiene aspecto de muerta de frío. Si la doctora logra reparar mi corazón, me parece que el de mi madre le va a dar aún más trabajo… Yo, por mi parte, espero desnudo, estirado en el banco que linda con la mesa de trabajo, con el torso oprimido por un gran tornillo. Y me temo lo peor.
Un gato negro y muy viejo con modales de mozo se ha encaramado a la mesa de la cocina. La doctora le ha hecho un par de gafas. Montura verde a juego con sus ojos, qué clase. El gato observa la escena con aire hastiado; solo le falta ojear las páginas de economía de un diario mientras sostiene un puro, menudo patán.
La doctora Madeleine revuelve la estantería donde están los relojes mecánicos; hay una gran variedad de modelos. Unos angulosos y de aspecto severo, otros rechonchos y simpáticos, otros de madera, metálicos, pretenciosos… hay de todo tipo. La doctora apoya su oído en mi pecho, escucha mi corazón defectuoso y mientras, con el otro oído, escucha los tic-tac de los relojes que ha seleccionado. Sus ojos se entornan, no parece satisfecha. La doctora actúa con cuidado, como una de esas viejas lentas que se toman un cuarto de hora para elegir un tomate en el mercado. De repente, su mirada se ilumina. «¡Este!», exclama acariciando con la punta de los dedos los engranajes de un viejo reloj de cuco.
El reloj que ha elegido mide alrededor de cuatro centímetros por ocho; es un reloj de madera, excepto el mecanismo, la esfera y las agujas. El acabado es rústico, «sólido», dice la doctora. El cuco, diminuto como la falange de mi dedo meñique, es de color rojo y de ojos negros. Su pico, siempre abierto, le da apariencia de ave disecada.
–¡Este reloj te ayudará a tener un buen corazón! Y además combinará muy bien con tu cabeza de pajarillo –dice Madeleine dirigiéndose a mí.
No me gusta demasiado todo este asunto de los pájaros. Pero soy consciente de que la doctora intenta salvarme la vida, así que no voy a ponerme exquisito.
La doctora Madeleine se pone un delantal blanco; esta vez no hay duda de que va a empezar a cocinar. Me siento como un pollito asado al que se hubieran olvidado de matar. Registra un recipiente lleno de herramientas, elige unas gafas de soldador y se cubre la cara con un pañuelo. Ya no la veo sonreír. Se inclina sobre mí y me hace respirar éter. Mis párpados se cierran, ligeros como persianas que caen en un atardecer de verano. Ya no tengo ganas de gritar. La miro mientras el sueño me vence lentamente. Madeleine es una mujer de formas redondeadas; sus ojos, los pómulos arrugados como manzanas, el pecho, en el que uno se perdería en un largo abrazo. Es tan cálido su aspecto y tan acogedor que podría fingir que tengo hambre con tal de poder mordisquearle los pechos.
Madeleine corta la piel de mi torso con unas grandes tijeras dentadas. El contacto con sus sierras minúsculas me hace un poco de cosquillas. Desliza el pequeño reloj bajo mi piel y se dispone a conectar sus engranajes con las arterias del corazón. Es una operación delicada, no hay que estropear nada. La doctora utiliza su firme hilo de acero, muy fino, para coserme con una docena de nudos minúsculos. El corazón late de vez en cuando, pero la cantidad de sangre que llega a las arterias es poca. «Qué blanco es», dice ella en voz baja.
Es la hora de la verdad. La doctora Madeleine ajusta el reloj a las doce en punto… pero no ocurre nada. El mecanismo no parece lo bastante potente para iniciar las pulsaciones cardíacas. Mi corazón lleva demasiado rato sin latir. La cabeza me da vueltas; me siento como en un sueño extenuante. La doctora toca ligeramente los engranajes para provocar una reacción y que así, de una vez por todas, comience el movimiento. «Tictac», hace el reloj. «Bo-bum», responde el corazón, y las arterias se colorean de rojo. Poco a poco, el tic-tac se acelera, el bo-bum también. Tic-tac. Bo-bum. Tic-tac. Bo-bum. Mi corazón late a una velocidad casi normal. La doctora Madeleine aparta suavemente sus dedos del engranaje. El reloj se ralentiza. Y ella agita de nuevo la máquina para reactivar el mecanismo; pero en cuanto aparta los dedos, el ritmo del corazón se debilita. Diríase que Madeleine acaricia una bomba preguntándose cuándo explotará.
Tic-tac. Bo-bum. Tic-tac. Bo-bum.
Las primeras señales luminosas del amanecer rebotan contra la nieve y vienen a hilvanarse entre las cortinas. La doctora Madeleine está agotada. Yo me he dormido; aunque tal vez esté muerto ya que mi corazón ha estado parado demasiado tiempo.
De repente, el canto del cuco en mi pecho resuena tan fuerte que me hace toser. Con los ojos muy abiertos descubro a Madeleine con los brazos en alto, como si acabara de marcar un penalti en la final de la copa de fútbol mundial.
Enseguida se dispone a recoserme el pecho con aires de gran modista; se disimula muy bien que soy un tullido, más bien parece que mi piel envejeció, se arrugó a lo Charles Bronson. La esfera del reloj, de mi nuevo corazón, queda protegida por una tirita enorme.
Y para seguir con vida, cada mañana tendré que darle cuerda a mi corazón. A falta de lo cual, podría dormirme para siempre.
Mi madre dice que parezco un gran copo de nieve con agujas que lo atraviesan, a lo que Madeleine responde que ese es un buen método para encontrarme en caso de extravío en una tormenta de nieve.
Ya es mediodía. La doctora acompaña amablemente a mi madre hasta la puerta. Mi joven madre avanza muy despacio, le tiembla la comisura de sus labios. Se aleja con su paso de vieja dama melancólica y cuerpo de adolescente.
Al mezclarse con la bruma, mi madre se convierte en un fantasma de porcelana. Desde aquel día extraño y maravilloso, no la he vuelto a ver.

Mathias Malzieu, La Mecánica del Corazón

viernes, 20 de noviembre de 2015

DEL BUEN AMOR

               
 Seguimos en clase con la Edad Media en clase. Hoy toca el turno a Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, y de él aún me sigo preguntando qué quería decir con buen amor.

                Algo parecido a esto os podría caer en el examen del próximo día: como quiere ligar el arcipreste con su inseguridad y sus miedos, pero aun así sigue adelante.

Advertencia: la versión cantada que tenís abajo con Javier Bergía difiere un poco del original, pero vale la pena.

                Suerte

AQUÍ DIZE DE CÓMO FUÉ FABLAR CON DOÑA ENDRINA EL ARZIPRESTE

¡Ay, cuán fermosa viene doña Endrina por la plaza!
¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza!
¡Qué cabellos, qué boquilla, qué color, qué buenandanza!
Con saetas de amor fiere, cuando los sus ojos alza.

Pero tal lugar non era para fablar de amores:
a mí luego me vinieron muchos miedos y temblores,
los mis pies y las mis manos non eran de sí, señores:
perdí seso, perdí fuerza, mudáronse mis colores.

Unas palabras tenía pensadas a ella decir;
el miedo de las compañias me fazen al departir.
Apenas me conoszía nin sabía por do yr,
con mi voluntat mis dichos non se podían seguir.

Fablar con muger en plaza es cosa muy descubierta:
a veces mal atado el perro tras la puerta.
Bueno es jugar fermoso, echar alguna cobierta:
ado es lugar seguro, es bien fablar, cosa cierta.

Baxé más la palabra, díxe en juego fablaba.
Porque toda aquella gente de la plaza nos miraba;
desde vi que eran idos, que ome y non fincava,
comenze dezir mi quexa del amor, que m' afyncava.

"Con la grant pena que paso, vengo vos desir mi quexa:
vuestro amor y deseo, que me afinca y me aquexa,
non me tira, non me parte, non me suelta, non me dexa:
tanto me da la muerte, quanto más se me alexa.

jueves, 19 de noviembre de 2015

DE SUSTITUCIONES (FRAGMENTO)


...su fama como religioso piadosísimo, la autoría de numerosos escritos edificantes, su condición de calificador del Santo Oficio, lo hacían muy respetado por todos nosotros, y al fin se logró que el cadáver de un miembro tan venerable de nuestra Orden fuese trasladado al convento de las Trinitarias Descalzas. Mas todo el ámbito sepulcral estaba completo y no cabía un ataúd más. Al conocerlo Su Ilustrísima, decidió que la caja del soldado manco, que por relaciones familiares fue enterrado allí hace más de veinte años, se sustituyese por la de nuestro cofrade. En lo que toca a los huesos del soldado manco, no parece seguro que fueran arrojados al muladar, como afirman ciertos maldicientes, y sin duda han quedado en la cripta, aunque anónimos. Mas es de justicia que precisamente en tal lugar reposen los restos de nuestro cofrade, autor también del libro que, con el nombre supuesto de Alonso Fernández de Avellaneda, puso orden en la disparatada historia del soldado manco sobre el caballero loco y pueblerino y su tosco y maloliente escudero…

José María Merino 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

LA GUERRA CIVIL CONTADA A LOS JÓVENES

Enviado por Sergio:

Todas las guerras son malas, pero la guerra civil es la peor de todas, pues enfrenta al amigo con el amigo, al vecino con el vecino, al hermano contra el hermano. Hace casi ochenta años, entre 1936 y 1939, en tiempos de nuestros abuelos y bisabuelos, una espantosa guerra civil tuvo lugar en España. Causó miles de muertos, destruyó hogares, arruinó el país y llevó a mucha gente al exilio. Para evitar que tan desoladora tragedia vuelva a repetirse nunca, es conveniente recordar cómo ocurrió. Así, de aquella desgracia podrán extraerse conclusiones útiles sobre la paz y la convivencia que jamás se deben perder. Lecciones terribles que nunca debemos olvidar.

La Guerra Civil Contada a los Jóvenes es un ambicioso trabajo que surge por iniciativa de la editorial Alfaguara con la intención de acercar a los jóvenes lectores la historia de la Guerra Civil Española explicándola de forma concisa, objetiva y rigurosa, sin clichés partidarios ni etiquetas simples. Durante meses, Arturo Pérez-Reverte y Fernando Vicente han trabajado mano a mano para dar lugar a este único y excepcional libro que ahora se presenta –con los dibujos originales– en formato exposición. Se trata de un relato cronológico de la Guerra Civil que se estructura en treinta breves capítulos (en los que Pérez-Reverte da una lección de síntesis y depuración).

Reverte confiesa que la idea para este trabajo le vino a la cabeza cuando: "Leí en un libro de
texto la siguiente descripción de la muerte de Antonio Machado: “Poeta español, académico de la lengua, al cabo de un tiempo se fue a Francia, donde murió. Y con Lorca me pasó algo parecido.Entonces me dí cuenta de que había un afán de hiperprotección a los jóvenes sobre este tema, que los estaba dejando huérfanos de memoria y por tanto los hacía fácilmente manipulables".

El libro no pretende sustituir a los manuales de historia -asegura Reverte- sino que quiere ser una primera toma de contacto que incite a los jóvenes a interesarse por el tema. Que ofrezca una visión objetiva, limpia y sin clichés, para que ellos después puedan ampliar ese territorio consultando otros libros. He tratado de contar la Guerra Civil de forma escueta y objetiva, sin opiniones. Y para ello he buscado en historiadores españoles y extranjeros los elementos coincidentes".

Hasta el día 8 de diciembre, podemos ver en el Museo ABC treinta y dos dibujos originales que Fernando Vicente ha realizado para este libro. El ilustrador madrileño, inspirado en carteles de la época, penetra en el alma del personaje retratado o en la situación recreada. Sus ilustraciones son una suma de realismo más sentimientos y psicología. La generosidad en los detalles está siempre presente en su trabajo que realiza en acrílico sobre papel. El uso del ordenador sólo esta permitido, en algunas ocasiones, en la fase final. El propio ilustrador indica que "lo que he pretendido es huir de las películas a color y de las fotos coloreadas para retratar la Guerra Civil en blanco y negro, como yo siempre la he imaginado. Uso muchos colores en las ilustraciones pero todas remiten a esos colores grises o sepias que yo creo que son fundamentales para situarnos en la época. Sin colorines añadidos que no me gustan nada".


martes, 17 de noviembre de 2015

RELATOS QUE HE INTENTADO ESCRIBIR

No tengo ni mucha experiencia ni mucha perseverancia para escribir cuentos —me refiero exclusivamente a los de fantasmas, porque de los otros no he intentado escribir jamás—, y a veces me he entretenido pensando en los temas que se me han ocurrido de cuando en cuando, sin haberlos concretado nunca como es debido. Como es debido, jamás; aunque en realidad llegué a escribir algunos, y ahora duermen en un cajón.

Como solía decir con frecuencia sir Walter Scott, «no me atrevo a leerlos de nuevo». No son buenos. Sin embargo, algunos contenían ideas que se negaban a aflorar en los ambientes que yo había ideado para ellos, aunque puede que surgieran bajo otras formas en los cuentos que he llegado a dar a la imprenta. Permítaseme recordarlos aquí, por si alguien puede aprovecharlos (por así decir).

Uno de ellos trataba de cierto hombre que viajaba en tren por Francia. Frente a él iba sentada una típica mujer francesa entrada en años. El hombre en cuestión tenía el bigote de rigor, y muy firme la expresión de su semblante. No llevaba otra cosa para leer que una anticuada novela que había comprado por su encuadernación; se titulaba Madame de Lichtenstein. Cansado de mirar por la ventanilla y de estudiar a la mujer de enfrente, empezó, soñoliento, a pasar hojas, deteniéndose en la conversación de dos personajes. Estaban discutiendo sobre alguien que conocían, de una mujer que vivía en una magnífica casa de Marcilly-le-Hayer. Había una descripción de la casa y —aquí llegamos a un punto interesante— de la misteriosa desaparición del marido de dicha mujer. Se citaba el nombre de ella, y el lector tuvo la impresión de que ese nombre le era familiar, aunque relacionado con otra cosa. En ese momento se detiene el tren en una estación rural; el viajero, sobresaltado, despierta de su sopor —con el libro abierto entre las manos—; la mujer de enfrente se marcha y el viajero tiene ocasión de leer, en la etiqueta de la bolsa que lleva en la mano, el nombre de la mujer de la novela. Bueno, continúa su viaje a Troyes, y desde allí hace muchas excursiones; y en una de ellas llega, a la hora de la merienda, a Marcilly-le-Hayer. El hotel de la Grande Place da fachada a una casa de tres hastiales con ciertas pretensiones. De esta casa sale una mujer bien vestida a la que él ha visto antes. Conversación con el camarero. Sí, la dama es viuda, o al menos eso se dice. En todo caso, nadie sabe qué ha sido de su marido. Aquí pienso que debemos cortar. Naturalmente, no existía tal diálogo en la novela, como el viajero creía haber leído.

Había otro cuento, bastante largo, sobre dos estudiantes que fueron a pasar las Navidades a una casa de campo que pertenecía a uno de ellos. Cerca de allí vivía un tío, heredero próximo de la propiedad. Un culto y docto sacerdote católico, que vive con el tío, se granjea la amistad de los jóvenes. De noche, regresan a casa después de cenar con el tío. Oyen un extraño alboroto al pasar por la arboleda. A la mañana siguiente descubren unas huellas extrañas e informes en la nieve alrededor de la casa. Esfuerzos por alejar al compañero con engaños, aislar al propietario, y conseguir que salga de noche. Fracaso final y muerte del sacerdote, contra el cual se vuelve el familiar, a falta de otra víctima.

Está también la historia de dos estudiantes del King's College de Cambridge, en el siglo XVI (los cuales habían sido expulsados de dicho centro por prácticas mágicas), y la peregrinación que hicieron a Fenstanton para ver a una bruja; y cómo, al pasar por Lolworth, en la carretera de Huntingdon, se les unió un viajero cuyo desagradable semblante les resultaba familiar. Y cómo, al llegar a Fenstanton, se enteraron de la muerte de la bruja, y de la criatura que vieron sentada sobre su tumba recién excavada.

Éstos son algunos de los cuentos que he intentado escribir, en parte al menos.

Hay otros que me han rondado por la cabeza de cuando en cuando, aunque no han llegado jamás a adquirir forma. El hombre, por ejemplo (naturalmente, un hombre con una idea en la cabeza), que, sentado una noche en su despacho, se lleva un sobresalto al oír un ligero ruido, y ve un rostro cadavérico que asoma entre las cortinas de la ventana y le contempla fijamente; un rostro mortalmente impasible, pero cuyos ojos están llenos de vida. Da un tirón a las cortinas y las descorre de golpe. Cae al suelo una máscara de cartón piedra. Pero allí no había máscara ninguna antes; y además, sus ojos son dos agujeros. ¿Cómo se explica esto?

También se me ocurrió una escena de alguien que vuelve a casa con prisa porque va pensando ya en lo calentita que está su habitación, con el fuego encendido, y le sorprende un golpecito en el hombro, pero al volverse se lleva un susto, porque ¿qué clase de rostro o no-rostro es el que ve?

Asimismo, cuando el señor Badman había decidido liquidar al señor Goodman, y había elegido el arbusto apropiado junto al camino desde donde podría dispararle, ¿qué es lo que ocurrió exactamente, que cuando el señor Goodman y un inesperado amigo pasaron efectivamente por allí encontraron al señor Badman presa de gran agitación? Pudo contarles que había descubierto algo mientras aguardaba; o les hizo señas desde la maleza, previniéndoles que no se acercaran a mirar. Aquí hay posibilidades, pero la tarea de elaborar el cuadro adecuado está más allá de mi alcance.

Hay posibilidades, también, en el sobre sorpresa, si es a la persona indicada a quien le cae en suerte, y saca el mensaje indicado. Seguramente dejará muy pronto la reunión pretextando que se halla indispuesta; pero, probablemente, sería más cierta la excusa si dijera que tiene un concertado compromiso desde hace mucho tiempo.

Entre paréntesis, muchos objetos corrientes pueden utilizarse como instrumentos de castigo, y si no se trata de un acto de justicia, como instrumentos de maldad.

Sed precavidos cuando recibáis un paquete postal, sobre todo si contiene recortes de uñas y cabellos; no lo entréis a vuestra casa. Puede que no contenga eso sólo... (los puntos suspensivos, dicen muchos autores de nuestro tiempo, son un eficaz sustituto de las palabras. Desde luego, son cómodos. Pongamos unos cuantos más...).

El lunes por la noche, tarde ya, penetró un sapo en mi despacho; y aunque hasta el momento no ha sucedido nada que se relacione con tal aparición, pienso que quizá no sea muy prudente darle demasiadas vueltas a cuestiones que pueden abrir la mente a la presencia de visitantes más terribles.

Así que no digo más.

M. R. James

lunes, 16 de noviembre de 2015

LOS FANTASMAS NO EXISTEN. ¿O SI?


La experiencia nos confirma la evidencia de su naturaleza ficticia: nadie ha podido comprobar de forma convincente su pertenencia al plano de lo real.

Sin embargo, hoy apelo a la complicidad de quien lea estas páginas: no podrás entender la historia que sigue si, al menos, no crees mínimamente en su existencia. Si no es así, resultará inútil que continúes leyendo.

Yo misma, si hubiese encontrado esta advertencia al comienzo de un libro unos meses atrás, lo habría cerrado en la primera página y lo habría devuelto a la biblioteca. 0 se lo habría regalado a mi prima Marina, tan aficionada a las novelas de jóvenes magos y de adolescentes vampiros, cuyas peripecias me han resultado siempre tan absurdas como prescindibles.

Pero nada es igual que hace unos meses, ni yo misma lo soy ni el mundo que me rodea. Ahora sé que no es más que un decorado ficticio, bajo el cual palpita lo que no se deja ver: algo que se presiente y, a veces, se nos presenta como si los espejismos hubiesen saltado al otro lado de sus reflejos.

Así irrumpió en mi presente el espectro de un habitante del pasado, arrastrando hacia mí y en tropel a un ejército de sombras que se convirtieron en mis peores pesadillas.

Los recuerdos se me agolpan hoy sin orden ni concierto. Las notas que fui tomando desde que comprendí que aquella experiencia demoledora podía acabar difuminándose en el olvido tienen un preludio que aún me cuesta ordenar. Qué ocurrió antes y qué después, ya casi no importa. Lo cierto e importante fue que sucedió, más o menos, como lo.cuento. Por mucho que se quiera es imposible reproducir fidedignamente los hechos pasados, siempre añadiremos algún detalle que no estaba u omitiremos una frase que para siempre quedará oculta en el tiempo. Solo la realidad es la verdad absoluta; lo demás, lo narrado, no deja de ser ficción.

Mis recuerdos borrosos se desdibujan pero no dejo de relacionar el pistoletazo de partida de mi desazón con la noche en que mi hermana Carmen gimoteaba en su habitación a las tantas porque no se sabía la lección de Literatura. Podría asegurar que la escena ocurrió la noche antes de escuchar por primera vez aquella voz: «Ayúdame a recordar». La primera piedra de la enorme torre que se fue construyendo en mi vida la puso mi hermana una noche de invierno.

Rosa Huertas, Tuerto, Maldito y Enamorado

PREMIO ALANDAR 2010