jueves, 8 de octubre de 2015

LA HERMOSA HERENCIA DE EDGAR ALLAN POE (I).

Acaba de arrancar el curso; poco a poco, hemos ido tomando contacto con los distintos grupos; repasamos los contenido que vamos a impartir, lo que vamos a leer, que les sea interesante y atractivo a los alumnos. 

Siempre me acuerdo de este cuento de Vicente Muñoz Puelles, cómo muchas veces los profesores de lengua influimos para mal en nuestros alumnos, cómo nos reímos de ellos y matamos sus ilusiones. No es un caso ficticio lo que se nos narra, sino que son situaciones que se suelen dar, aunque, por fortuna, no tan a menudo. 

Al ser más largo de lo acostumbrado el relato, os lo voy a subir en dos partes. Espero que os guste. 

¡Hasta mañana!

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Tenía siete años. Estaba en cama, enfermo de gripe, y mi madre, para distraerme, se ofreció a leerme un libro.
Por entonces yo no había leído aún un libro de verdad, pero pasaba mucho tiempo curioseando en la biblioteca familiar, que era grande y variada.
-Hay uno -le dije- con una calavera y un escarabajo en la portada. Siempre he querido saber de qué trata.
Mi madre lo encontró enseguida y se sentó a mi lado.

-El escarabajo de oro, por Edgar Allan Poe -empezó a leer muy despacio.
Desde la descripción de la arenosa isla de Sullivan, el relato me cautivó. ¿Cuál era el secreto del escarabajo y por qué se comportaba así William Legrand? ¿Qué extraño fin perseguía la expedición? ¿Qué hacía una calavera en lo alto de un árbol? ¿Por qué aquella historia me parecía, de pronto, más real que todo lo que me rodeaba?
Pasé varios días pendiente de las voces de mis padres, que se turnaban para leerme. Había, por supuesto, muchas palabras y situaciones que no entendía, pero imagino que también eso ayudaba a mantener el hechizo.
Una noche, tras consultar el termómetro, mi madre me anunció que ya podía volver al colegio.
-¡Pero si no hemos terminado el cuento! -protesté.
-No depende del cuento -me dijo riendo-, sino de tu salud. Y ya estás bien del todo.
-¡Por favor!
-Está bien, te leeré un poco más. Pero solo un poco.
Llegamos hasta esa parte en la que el perro cava dentro de la fosa, dejando al descubierto dos esqueletos humanos, y aparece el cofre oblongo con el rico tesoro del capitán Kidd.
-¿Qué significa oblongo, mamá?
-Que es más largo que ancho. Y ahora, a dormir.
Al día siguiente fui a clase. Aunque solo había faltado una semana, me parecía haber estado ausente durante mucho más tiempo. Era porque tenía la sensación de haber recorrido a pie la isla de Sullivan y el frondoso bosque de tierra firme, donde yacía enterrado el cofre.
Esa noche me quedé esperando la continuación del relato.
-¿Qué te pasa? -me preguntó mi padre, al darme las buenas noches.
-Creía que íbamos a seguir con el cuento.
-Hoy estoy algo cansado -me dijo=. Si tanto te interesa, puedes seguir tú solo. ¿Quién sabe?,Puede que algún día seas tú quien nos lea algo a nosotros, cuando nos pongamos enfermos.
Me imaginé sentado junto a la cama de mis padres para leerles un libro de verdad, y lo encontré tan divertido que me dio un ataque de risa, con convulsiones y todo.
Esa noche o tal vez la siguiente, tomé el libro de Poe, que seguía allí, en mi mesilla, y busqué la parte en la que encontraban el cofre. Me costó un poco hilvanar las palabras, porque estaba acostumbrado a leer sólo frases cortas y simples, y en aquel relato había muchas cosas que estaban más allá de mi entendimiento. Pero con la práctica fui ganando confianza. Como las puertas de un castillo encantado, las páginas se fueron abriendo a medida que avanzaba, y me hablaron de tesoros refulgentes, piratas sanguinarios y criptogramas misteriosos.
Durante unos días guardé para mí el secreto de aquella capacidad recién adquirida. Por alguna razón, temía que mis padres se enterasen. Si habían dejado de leerme en voz alta porque me había curado, ¿qué no me ocurriría si confesaba que sabía leer de corrido y que había terminado el relato por mi cuenta?
Pero una tarde, particularmente luminosa en el recuerdo, busqué con la mirada el hueco dejado por El escarabajo de oro y di un salto de alegría. Allí había otro libro del mismo autor, esperándome desde quién sabe cuándo: las Narraciones completas de Edgar Allan Poe. Lo cogí y me lo llevé a mi habitación, donde me puse a leerlo como si nunca hubiera hecho otra cosa. Cuando entraron mis padres, me olvidé de disimular. Tampoco ellos dijeron nada.
Era un volumen pequeño, de letra menuda y páginas muy finas, con una fotografía de Poe en el interior: un hombre pálido de ojos penetrantes, que parecían haberlo visto todo. Llevaba bigote, una corta melena y un pañuelo negro al cuello.
Durante años, aquel libro fue mi favorito y me acompañó a todas partes, incluso a la playa. Cuando me cansaba de buscar conchas en la orilla y de observar a los escarabajos que remontaban las dunas, me sentaba y abría el pequeño volumen. Las páginas guardaban la arena de excursiones anteriores, y la cubierta de piel se iba decolorando a causa del sol.
No sé cuántas veces habré leído La carta robada, La verdad sobre el caso del señor Valdemar o El jugador de ajedrez de Maelzel. Lo que más me atraía y aún me atrae de Poe no es su habilidad para sugerir el horror, sino su pasión por el análisis y la brillantez de sus razonamientos. Es como si utilizase su aguda inteligencia para enfrentarse a la locura y a la muerte.
Tendría diez años, quizá once, cuando me apropié de algunas de aquellas historias y empecé a contarlas a los amigos como si fueran mías. Hasta ese punto me había identificado con ellas.
-¡Pues sí que tienes imaginación! -me decían, después de escuchar mi apresurada versión de La caída de la casa Usher.
O bien fingían estar hartos de mí, cuando me acercaba a ellos en el recreo:
-¡Qué pesado! ¿Ya estás otra vez con tus cuentos de miedo?
No contento con narrar las historias dé Poe de viva voz, me puse a copiar las partes que más me. impresionaban. Tan pronto mis amigos se ponían a tiro, sacaba unos folios y se los leía.
El primero en percatarse de la superchería fue mi amigo Rolf.
-¡Un momento! -me interrumpió en plena lectura-. ¿No es eso El gato negro, de Poe?
-Sí, bueno...
-¿No es tuyo?
-No. Pensé que no lo habrías leído y que te gustaría conocerlo. Por eso lo he copiado.
Comprendí que no podía seguir utilizando historias ajenas y decidí ponerme a escribir algo propio. Aún conservo mi primer cuento, que transcurre en la cripta de un cementerio, lugar que, como cabe suponer, solo conocía a través de mis lecturas, y en donde varios muertos conversan sobre las causas que los habían llevado a terminar allí.
Cuando me hacían la consabida pregunta sobre qué quería ser de mayor, ya tenía mi respuesta:
-Quiero ser escritor, como Poe.
Claro que a veces tenía que explicar quién era él.
Estaba en primero de ESO cuando el instituto organizó un concurso literario, al que me presenté con tres cuentos. El primero era la historia de un científico que, en el curso de un experimento, perdía la capacidad de proyectar su propia sombra. El segundo contaba mi extraña relación con un ahogado después de su muerte. Y el tercero hablaba de un niño miedoso al que una mañana encontraban sin vida, con la huella de unos dedos en la garganta.
Una tarde, al volver a casa, mi padre dijo:
-Ha llamado De Soto -De Soto era mi profesor de Lengua a la vez que mi tutor-. Dice que los cuentos que has presentado al concurso son demasiado tremendistas, y que no deberías leer tanto a Edgar Allan Poe. Según él, es demasiado rnorboso para tu edad.
-¿Morboso?
-Es la palabra que ha empleado. Querrá decir enfermizo, supongo.
-Ya sé lo que quiere decir morboso. ¿Te ha contado algo más?
Mi padre parecía divertido con la situación.
-Que tu amigo Poe estaba obsesionado con la muerte y los enterramientos.
--tY qué? Era un gran escritor.
-Por lo visto, cree que su lectura puede deprimirte.
Sentí un zumbido en las sienes. Es algo que siempre sucede cuando me enfado.
-¿Y qué le has dicho?
-¿Qué iba a decirle? Que tienes doce años y que empezaste a leer a Poe muy temprano. Y que, además, en casa siempre te hemos dejado que leyeras lo que quisieses. No se ha quedado muy conforme, y me ha insistido en que deberíamos controlar tus lecturas. Me ha hablado de una lista de obras recomendadas que os han dado en clase.
-Ahora mismo te la enseño.
Eran nueve libros, entre los que habíamos de elegir uno por trimestre.
-No conozco ninguno ---admitió mi padre, perplejo.
-Es que son libros escritos especialmente para adolescentes. Deben de creer que somos débiles mentales, y que no podemos leer las mismas obras que los mayores.
-¿Y tú los lees?
-Tengo que hacerlo, pero me cuesta porque no me interesan nada. Siempre tratara de los mismos temas: la violencia escolar, las drogas, los trastornos alimentarios... Y los personajes son siempre chicos o chicas de mi edad, que lo pasan mal y luego se curan. O no.
-¿Me dejas uno?
Le dejé Celdas de oro, una insulsa novela sobre las sectas.
-No está tan mal -comentó mi padre al día siguiente-, pero tienes razón en que hay libros mejores.
-¿La has leído entera?
Me confesó que no había podido terminarla.
Naturalmente, no gané el concurso, y tampoco quedé finalista. A la hora de comentar los trabajos en clase, De Soto volvió a calificar mis cuentos de tremendistas, y dijo que mi estilo era redicho y rebuscado. En su opinión, la literatura debía transmitir una enseñanza, y los cuentos debían tener un final feliz.
No por ello me desanimé, y seguí escribiendo a mi modo. Hasta empecé una novela, donde la muerte contaba sus aventuras en primera persona. Urna especie de autobiografía o, mejor, de t<automoribundia», que llevaba por título Vida y muerte de la muerte.
Una mañana, estando ya en cuarto de ESO, nos visitó un escritor. Había hecho libros infantiles y juveniles, y tambien novelas para adultos. Se llamaba Vicente Muñoz Puelles. Durante media hora, nos habló de una novela sobre Darwin que había publicado, destinada al público juvenil, y que habíamos comentado en clase. Luego, una compañera le preguntó qué hacía falta para ser escritor.
-Para ser escritor hacen falta tres cosas -dijo él sin pararse a pensar, y comprendí que le habían formulado muchas veces aquella pregunta-. En primer lugar, hay que tener una historia que contar. El mundo está lleno de historias, a la espera de ser contadas. Puede ser una historía que nos haya ocurrido a nosotros, que le haya sucedido a otro o que hayamos leído en un periódico o en un libro, pero que deseamos volver a contar de manera distinta. En segundo lugar, hace falta querer contar esa historia. Hay gente que, aunque conoce montones de historias, por la razón que sea no está interesada en escribirlas. Y en tercer lugar, hay que saber contarlas. Es lo más difícil y lo que requiere más tiempo. Puedes pasarte la vida entera aprendiendo a escribir, corno yo, pero eso no te garantiza nada. Todavía hoy, cuando empiezo una novela, me pregunto si me saldrá bien y si sabré expresar lo que quiero.
Me gustó esa modestia más o menos aparente. Cuando se puso a firmarnos los libros, me hice el remolón y me quedé el último.
-¿Te llamas...? -me preguntó, sin levantar la cabeza.
-Ricardo Arias -le dije-. Me ha gustado mucho su libro. No es ninguna tontería.
-Muchas gracias -me miró, sonriente.
-Me gustaría ser escritor, como usted.
-Eso está bien. Todas las personas pueden convertirse en escritores, pero la mayoría no lo saben. Tú tienes esa ventaja. También yo la tenía a tu edad.
Le mencioné mi novela sobre la muerte, en la que seguía trabajando, y le confesé mi admiración por Poe. Le dije que me gustaba tanto que no conseguía librarme de su influjo.


- No te preocupes -me animó-. Es natural que te influya lo que lees. Pero no hay dos escritores iguales. Cuanto más escribas, más personal te volverás, y acabarás encontrando tu propia voz. La narrativa es un género de madurez. Hay poetas muy jóvenes, pero casi nadie hace una novela de interés antes de los treinta años. Yo mismo publiqué mi primera novela a los veintinueve. Si te gusta, no dejes de escribir. Piensa que es una diversión, y un privilegio. Y observa el mundo. Fíjate en la gente, en cómo vive. Aprende Historia, Arte... Todo eso te servirá más tarde.
Me sentí abrumado. ¿De veras tenía que aprender tantas cosas? Le expliqué que apenas sabía nada de Historia, porque mi libro de texto era un conjunto de episodios sueltos, aislados, de tal modo que no conseguía tener una visión cronológica general, ni podía entender cómo un hecho influía en otro.
Iba a contestarme cuando se acercó De Soto.
-Arias, estás entreteniendo a nuestro invitado -me dijo, y se lo llevó a la sala de profesores.
Leí la dedicatoria: «A Ricardo, de escritor a escritor. Vicente».
Me sentí halagado, pero luego pensé que al fin y al cabo ni siquiera me había leído, y supuse que estaba acostumbrado a escribir esas cosas.


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