lunes, 19 de octubre de 2015

¡CHIKAKO!

Mucho antes de que se abrieran las puertas en la gran casa del señor Susanô, el rumor recorría todos los dominios del feudo de Yamato, cuando los brotes de arroz esperaban su primera cosecha y la primavera encendía cerezos y almendros. El calendario señalaba el mes de shigatsu, el de las promesas. El rumor se posó sobre la belleza del paraje tiñendo los cielos de gris y cerniendo alas negras sobre los campesinos y artesanos del lugar.

Un rumor estridente como una maldición.

Los dioses cobraban la calma de los últimos años, las fecundas cosechas, la paz de los caminos libres de salteadores y la abundancia de hijos.

La fuga de Chikako despertó el miedo y abrió las heridas de los secretos olvidados.

Los criados de la casa, al alba, cuando la serpiente regresa al nido, se levantaron sobresaltados, como si el rugido de aquel rumor hubiera llegado hasta sus aposentos. La hora del Conejo se inició con el sonido de la pequeña campana que llamaba a las tareas diarias desde el arco principal de la mansión donde habitaba el señor Susanô. Sin embargo, aquel día, pareció dar cuenta de un incendio cuyas llamas no podrían ser apagadas ni con toda el agua de los ríos.

Cuando la joven sirvienta Keiko sirvió el primer té de la mañana al gran señor, temblaba imaginando la cólera del amo en forma de lenguas de fuego lanzadas por su boca.

Las puertas del mal se abrieron para todos.

Sobre sus cabezas, caería la venganza de honor del amo.

Unos rezaban, otros maldecían y escupían el nombre de la traidora. Los niños se escondían entre las faldas de sus madres. Los viejos relataban historias olvidadas de malos tiempos.

Todos temblaban.

Tal vez la próxima cosecha se pudriera antes de ser recogida y llegase, junto con la venganza del amo, el hambre, esa vieja compañera de los campesinos.

En boca de todos estaba el nombre, ahora odiado, de la mujer capaz de transformar la bondad del amo en justa cólera.

¡Chikako!

Pero incluso su nombre terminaría prohibido en aquellas tierras.

¡Chikako!

Y las viejas lo masticaban tratando de deshacer con sus dientes incluso el recuerdo de cada sílaba. Pronto se convertiría en uno más de los diablos fantasmales escondidos en las grutas y las cuevas.

A los cuarenta mil dioses de la vieja religión habría que añadir el suyo en el lado oscuro.

Incluso el aire parecía anunciar esa mañana el huracán que provocaría aquel nombre.

Incluso los pájaros escribirían, con su perfecta caligrafía, el anuncio de la maldición con su nombre.

Incluso…

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