domingo, 6 de septiembre de 2015

EL BACILO ROBADO

—Ésta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera —explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio.
El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre.
—Veo muy poco —observó.
—Ajuste este tornillo —indicó el bacteriólogo—, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto... Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro.
—¡Ah! Ya veo —dijo el visitante—. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso!
Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana.
—Apenas visible —comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó.
—¿Están vivos? ¿Son peligrosos?
—Los han matado y teñido —aseguró el bacteriólogo—. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo.
—Me imagino —observó el hombre pálido sonriendo levemente que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo.
—Al contrario, estamos obligados a tenerlos —declaró el bacteriólogo—. Aquí, por ejemplo.
Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados.
—Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas —dudó—. Cólera embotellado, por decirlo así.
Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido.
—¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! —exclamó devorando el tubito con los ojos.
El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema.
C             ontinuó con el tubo en la mano pensativamente:
—Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad.
Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad.
—Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro.
El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta.
—Estos anarquistas, los muy granujas —opinó—, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí.
Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió.
—Un minuto, cariño —susurró su mujer.
Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj.
—No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo —se excusó—. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro.
Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente.
—En cualquier caso un producto morboso, me temo —dijo para sí el bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos! De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta.
—Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo —se dijo.
—¡Minnie! —gritó roncamente desde el vestíbulo.
—Sí, cariño —respondió una voz lejana.
—¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño?
—Nada, cariño, me acuerdo muy bien.
—¡Maldita sea! —gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle.
Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella.
—¡Se ha vuelto loco! —dijo Minnie—. Es esa horrible ciencia suya. Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina.
Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí.
—Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero.
—Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora.
Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días.
Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala.
Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios:
—Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? —se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas.
—Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo —intervino el mozo de cuadra.
—¡Vaya! —exclamó el bueno de Tommy Byles—, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno.
—Es el viejo George —explicó El Trompetas.—, y lleva a un lunático como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks.
El grupo de la parada se animó y gritaba a coro:
—¡A por ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo!
—Es toda una corredora esa yegua—dijo el mozo de cuadra.
—¡Que me parta un rayo! —exclamó El Trompetas.—. Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead?
—Esta vez es una señora —dijo el mozo de cuadra.
—Está siguiéndolo —añadió El Trompetas.
—¿Qué tiene en la mano?
—Parece una chistera.
—¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! —gritó el mozo de cuadra—. ¡El siguiente!
Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido.
El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado, preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre le habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y detenerle. Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara.
—Más —gritó— si conseguimos escapar.
—De acuerdo —respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano.
La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta.
Se estremeció.
—¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen?
En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría.
Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante.
—¡Vive l'Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle!
El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas.
—¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo.
Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo.
—Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas —dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista.
—Sería mejor que subieras al coche —indicó, todavía mirando.
Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa.
—¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño —respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó— No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez. ¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora...? ¡Oh!, muy bien...
H. G. Wells

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