martes, 3 de marzo de 2015

EL HOMBRE DE CRISTAL

En serio, ni el Gran Hermano de George Orwell lo hubiera hecho mejor.

Matías Hernández cambió su peso de un pie a otro mientras esperaba que se abriera la puerta para dar paso al entrevistador.
El lujo de aquella oficina lo incomodaba y la sensación de estar siendo observado le hacía cosquillas en la nuca de un modo físico. No se trataba de una vaga idea, sino que sabía positivamente que los minutos que aún tardaría en aparecer el entrevistador estarían dedicados —por uno o varios especialistas en comportamiento humano y selección de personal— a observar el menor de sus movimientos, la más leve de sus miradas; a calibrar si era adecuado que se tocara el pelo con la mano izquierda como estaba haciendo en ese momento o si se podía confiar en un hombre que no se sienta en ninguna de las obviamente cómodas butacas azules, a pesar de los varios minutos transcurridos desde su entrada en el opulento despacho.
Recordó todos los consejos que había leído sobre el comportamiento idóneo: «el aspirante debe aparecer relajado, seguro de sí mismo, curioso sin exageración», «podrá sentarse, si así lo desea, siempre que se ponga inmediatamente de pie en cuanto entre la persona que deba entrevistarle»; «cuando sobre una mesa haya varias revistas para elegir, tomará la que más se acerque a su especialidad y pasará las hojas con calma, demostrando que le interesa el tema y no la ha cogido solamente para tener algo entre las manos».
Pero en aquel despacho no había mesa de revistas. La única mesa era el inmenso plano pulido donde supuestamente trabajaba alguien y que no tenía más que un calendario electrónico y un paquetito de pastillas de menta. Pensó por un instante si estarían ahí para ver si él se atrevía a coger una, pero decidió ignorarlas. Al fin y al cabo nunca le había gustado la menta. Podía interpretarse como timidez, pero también podía ser muestra de firmeza de carácter. Todo dependía del observador, como siempre. Ya había perdido la cuenta de las entrevistas de trabajo que llevaba realizadas en los últimos quince años y en ocasiones él mismo se asombraba de seguir intentándolo. Al fin y al cabo, como le decían sus padres, «si este país ha alcanzado un nivel económico con el que puede permitirse pagar un sueldo mínimo a todo ciudadano por el mero hecho de estar vivo, ¿qué necesidad tienes de buscar un trabajo? Antes sí que era angustioso, cuando el que no trabajaba no comía, pero ahora, ¿qué más te da?».
Pero le daba. Llevaba demasiados años leyendo, estudiando, amontonando masters, seminarios, cursillos, aprendiendo más y más cosas sin ponerlas nunca en práctica, sin saber para qué. Por eso estaba hoy aquí. Porque, después de haber pasado tres controles de selección, esta vez tenía que ser la definitiva. Esta vez le iban a dar un trabajo y por fin, a los treinta y siete años, se incorporaría a las filas de los profesionales que se ganaban el sueldo que cobraban.
La puerta se abrió con suavidad —armónicamente, pensó Matías, consciente de lo ridículo de la expresión— y entró un hombre algo más joven que él, irreprochablemente vestido de traje y corbata, que sujetaba una lujosa carpeta de cuero auténtico donde, con toda probabilidad, reposaban su expediente completo y su solicitud de empleo, a mano para el examen grafológico y con copia impresa para el archivo.
—Póngase cómodo, señor Hernández —dijo el hombre tendiéndole la mano que él estrechó con la fuerza justa—. Mi nombre es Javier Serra.
Se instalaron en dos butacas enfrentadas, en la zona más alejada de la mesa gigante. «Buena señal», pensó Matías.
—Verá —comenzó Serra, después de haberse alisado delicadamente las cejas con la yema del dedo corazón—, de hecho no hay mucho que hablar, señorHernández.
Matías sonrió interiormente. Lo había conseguido.
—Tengo el penoso deber de comunicarle —siguió diciendo Serra— que no ha sido usted seleccionado para el puesto. Pero —atajó la inminente respuesta—, en esta empresa tomamos muy en serio a nuestros aspirantes y deseamos oir cualquier cosa que tenga que decirnos frente a la decisión que hemos tomado.
—¿Por qué? —fue todo lo que preguntó Matías, que aún no se había repuesto de la noticia.
Serra sonrió, casi condescendiente.
—Realmente es usted quien tiene ahora ocasión de hablar, señor Hernández. No se trata de que me haga preguntas, sino de que me ofrezca algún argumento en el que quizá no hayamos pensado.
—¿Cómo vaya saber en qué argumentos no han pensado si no me dice por qué me rechazan?
—Tranquilícese, señor Hernández. Y modere su vocabulario. No le hemos rechazado a usted —el «usted» pareció haber sido pronunciado con mayúsculas y se quedó flotando en el elegante despacho—; hemos rechazado su solicitud.
—Tengo que saber por qué antes de ofrecerle algún argumento. Por favor —añadió Matías, sintiéndose rastrero y pueril a la vez.
—Bien, de acuerdo. Es algo irregular, pero su perfil psicológico muestra a las claras que tiene usted una necesidad algo infantil de explicaciones y por eso estoy dispuesto a dárselas. —Abrió la carpeta meneando levemente la cabeza, como si lamentara haber tenido que llegar a tal punto—. Veamos. Usted autorizó a nuestra empresa a consultar sus datos personales.
—Los públicos —interrumpió Matías.
—Por supuesto. Aunque, como no ignora, su historial clínico puede y debe ser consultado por cualquier empresa que piense contratar sus servicios —Serra paseó la vista por uno de los documentos de la carpeta—. Los datos referentes al análisis de su código genético predicen con bastante claridad que tiene usted más de un ochenta por ciento de posibilidades de desarrollar cáncer de hígado antes de los sesenta años. ¿No lo sabía? Lo lamento. Le suponía informado. Si a eso le añadimos su consumo alcohólico habitual...
—¿Qué narices saben ustedes de mi consumo alcohólico? —Matías se había enderezado en la butaca tratando de digerir la última información.
—Los pagos realizados mediante tarjeta en el supermercado de Los Alisos, donde usted compra todos los sábados por la mañana indican que un veinte por ciento del importe de su compra se dedica con regularidad a productos como vinos, cervezas, cavas y bebidas alcohólicas de mayor graduación. Y, dicho sea de paso, que las cantidades totales son claramente superiores a sus ingresos. Pero sabemos que comparte usted su vivienda con sus padres, los cuales disfrutan de una buena pensión y posiblemente le ayudan en sus gastos. A esto hay que añadir, por supuesto, las filmaciones de las cámaras de vigilancia de las distintas tiendas del centro de compras donde se encuentra el supermercado, que lo muestran interesándose por drogas más blandas, como el tabaco, los dulces y los productos alimenticios con alto contenido de grasa.
—¿Han estudiado ustedes esas grabaciones? —preguntó Matías con la boca seca.
—Son públicas. y teníamos su permiso, recuerde. Además, la búsqueda por la Red nos ha llevado a descubrir varias fotos que le muestran en diferentes fiestas en compañía... digamos... poco recomendable. —Serra se miró la raya de los pantalones y retiró un hilillo que sólo debía de ser visible para él—. En una de ellas estaba usted disfrazado de mujer.
—Era Carnaval—dijo a media voz—. Una fiesta entre amigos. No sabía qué ponerme, estaba mal de dinero y me arreglé con el vestido de una amiga. Fue ella la que puso la foto en la Red.
—Es comprensible, señor Hernández, pero ésta es una empresa seria. No podemos permitirnos según qué. Nuestros empleados tienen que estar a salvo de cualquier tipo de rumor.
—¿Rumor? ¿Qué rumor? —Matías estaba empezando a alterarse, a pesar de que sabía que su única posibilidad era conservar la calma.
—Hay ciertas cosas... —comenzó Serra, y volvió a interrumpirse como si le resultara profundamente desagradable lo que iba a decir; lo que se veía forzado a decir—. Le daré un ejemplo: el servicio de limpieza pública nos ha informado de que su separación de basuras... en fin... no es enteramente satisfactoria.
—¿Cómo pueden estar seguros de que era mi basura? Esto es un insulto. Es un atropello. Yo... soy una persona consciente. Tengo varias licenciaturas, dos másters...
Serra abrió las manos en un gesto de impotencia que casi parecía auténtico:
—Comprobamos los envoltorios con la lista de productos comprados en el supermercado la semana anterior, señor Hernández. No hay duda. Usted tiró un envase de yogur en la basura orgánica.
Matías abrió la boca y la volvió a cerrar. Era posible. Últimamente tenía la cabeza llena de manuales sobre entrevistas de trabajo y a veces tomaba un yogur antes de acostarse... podía ser que, pensando en otra cosa...
—Pero... —casi tartamudeó— no es posible que por ese pequeño fallo, ustedes...
—También tenemos otra filmación del aparcamiento de un centro de ocio donde se le ve a usted... me pone en un compromiso señor Hernández... ya a altas horas de la noche... en fin... usted sabe de qué hablo.
—¡No! ¡No lo sé, pero lo quiero saber! ¡Yo no he hecho nada de lo que tenga que avergonzarme!
Serra le mostró durante unos segundos, con infinita delicadeza, una foto muy contrastada, obviamente tomada de la película de una cámara de seguridad, en la que se le veía mirando por encima del hombro mientras orinaba contra la pared del aparcamiento. Matías enterró la cabeza entre las manos.
—Es usted una persona antisocial, señor Hernández, una lacra. ¿No comprende que con esas características no podemos darle un puesto de trabajo? Es usted un primitivo.
Matías levantó la cabeza y miró a Serra a los ojos, desafiante:
—¿Cómo me ha llamado, gilipollas?
—No se altere, señor Hernández.
—¡Yo me altero todo lo que me da la gana! ¡Y si me da la gana te doy un par de hostias aquí mismo! —dijo agarrándolo por la corbata de marca.
—No hay por qué ponerse agresivo. Tiene usted que aceptar la realidad.
—¿La realidad? ¿La realidad, guaperas, niñato, hijo de puta? —Matías había empezado a zarandear a Serra y cada insulto llegaba puntuado por una sonora bofetada en las mejillas perfectamente afeitadas del entrevistador.
—Señor Hernández, ya basta, se lo ruego, ya basta —gemía Serra.
—¡Bastará cuando se te ponga la cara morada!
Entraron dos hombretones como armarios con el uniforme de la seguridad de la empresa y Matías, al verlos, soltó a Serra y se puso de pie esperando el ataque. Los gorilas siguieron quietos en la puerta. Cuando volvió a mirar a Serra, éste sonreía dulcemente.
—Eso era lo que pretendía demostrar, señor Hernández. Que a pesar de todo, lo más negativo en su perfil psicológico es ese componente soterrado de agresividad que suele usted mantener bajo control. Pero no hay que dejarse llevar por las apariencias. —Miró hacia un rincón del cuarto, donde debía de estar la cámara—. Tenía yo razón, colegas. Cuando se le pone contra las cuerdas, muerde. Y esta empresa no puede permitirse contratar a un portero agresivo. ¡Qué dirían nuestros clientes! Señor Hernández, supongo que conoce el camino de salida. Le deseo mucha suerte en su próxima solicitud.

Elia Barceló, Futuros Peligrosos 

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